Vanessa Rojas

A inicios de noviembre, el Parlamento peruano tomó la decisión trascendental de aprobar la ley que prohíbe el matrimonio infantil en el Perú. La iniciativa demandó un arduo trabajo principalmente de cuatro congresistas mujeres: Flor Pablo, Ruth Luque, Susel Paredes y Kira Alcarraz, quienes abogaron por la protección de los derechos de la infancia en el país. Especialmente de las niñas, que se ven envueltas en relaciones de desbalance de poder con hombres mucho mayores que ellas.

Pero la celebración de este hito implica extender la mirada hacia otros problemas relacionados, pero poco atendidos: las uniones fuera del matrimonio, es decir, de la convivencia en la adolescencia (que suele ser la práctica más común en el país), y el embarazo adolescente. Fenómenos que están ligados, sin duda, a la problemática de la violencia contra la mujer. Cifras alarmantes del INEI-Endes 2021 revelan que en el Perú el embarazo y la maternidad de adolescentes de 15 a 19 años aumentó del 8,3% en el 2020 al 8,9% en el 2021. Y en lo que respecta a la convivencia, la Unfpa y Plan Internacional (2022), a partir de estadística nacional, señalan que el 31,2% de las mujeres de 20 a 24 años señala que ha iniciado una unión antes de los 20 años y que el 1,6% se había unido antes de los 15 años. Como se ve, estamos lejos de hallar una solución a esta problemática.

El estudio longitudinal “Niños del milenio”, que sigue la vida de aproximadamente 3.000 niños y niñas en el país desde el 2002, ejecutado en el Perú a cargo de Grade y el IIN, recogió como parte de un subestudio cualitativo las voces de mujeres que empezaron la convivencia en la adolescencia. Sus relatos revelan el enorme peso del mandato social que avalan estas situaciones en sus familias y comunidades.

Pero lo más alarmante resulta ser que, en contextos de precariedad económica, falta de información sobre salud sexual, falta de oportunidades para las mujeres, falta de un sistema de cuidados y de relaciones inequitativas de poder, el matrimonio y las uniones tempranas parecen ser una alternativa (Rojas y Bravo, 2019). Tal es el caso de Amanda, el seudónimo de una joven que participó en dicho estudio y nos contó que inició su convivencia a los 16 años, poco tiempo después de interrumpir su educación. Su padre consideraba que no valía la pena invertir en la educación de la joven porque terminaría embarazada y con una pareja, como varias mujeres de la localidad donde vivía. Amanda decidió empezar una convivencia con la ilusión de ser más independiente y estar alejada de una figura paterna violenta y restrictiva. Pero eso no sucedió. Por el contrario, siente que su pareja actual es excesivamente celosa y controladora, no le permite interactuar con sus familiares, y cuando ella lo ha contradicho han discutido fuertemente. Amanda salió embarazada al poco tiempo de iniciar aquella convivencia, y señaló que la primera vez que recibió información sobre salud sexual y reproductiva fue después de haber tenido su primer hijo. Ella no trabaja y, aunque quisiera retomar sus estudios, no lo hará porque sabe que su pareja no lo permitiría. El caso de Amanda es solo un ejemplo de una realidad agobiante que viven miles de adolescentes en el Perú, y requiere respuesta.

En el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (el próximo 25 de noviembre), es necesario que reflexionemos sobre el impacto que el matrimonio y las uniones tienen en la vida de las mujeres peruanas en general y, en específico, en las adolescentes. Estas últimas buscan escapar de situaciones opresivas en sus casas, y por ello inician una convivencia, solo para verse envueltas posteriormente en relaciones violentas y opresivas, sin muchas opciones de retomar sus estudios o acceder a un trabajo.

Los cambios en las leyes son cruciales, y brindan el marco general para el inicio del cambio. Esta ley tiene detractores que señalan que su aprobación no cambiará nada, pero ha sido gracias al debate para su aprobación que la ciudadanía tiene más información sobre esta problemática y gracias a ella podemos ser menos tolerantes ante declaraciones vergonzosas de políticos que avalan prácticas que atentan contra el derecho de las niñas en el país. La ley es el inicio, pero requiere del esfuerzo de todos para que el cambio se dé en las prácticas. La evidencia señala que las apuestas efectivas para reducir estas cifras requieren una atención multidimensional. Por ello, si realmente queremos proteger a las niñas y a las mujeres del país, insistamos seriamente en un trabajo multisectorial que garantice el cumplimiento del enfoque de género de manera transversal y que no esté sometido a giros o cambios según el gobierno de turno. Reducir las cifras de violencia contra la mujer implica también abrir espacios de reflexión crítica sobre las relaciones inequitativas de poder desde la infancia y a lo largo del ciclo de vida en sus familias, las escuelas y el entorno comunitarios.

La historia de Amanda sería otra si hubiera recibido, de manera progresiva, una educación sexual integral que promueva el ejercicio de sus derechos y de relaciones equitativas con sus parejas, que le permitiera el ejercicio saludable de su sexualidad en el marco del respeto. Le habría permitido, en definitiva, poder imaginar oportunidades diferentes para ella, quizá educativas y laborales. Soñar tal vez con una vida distinta, con un país en el que el ejercicio pleno de sus derechos como mujer es respetado, aplicado y protegido.

Vanessa Rojas es investigadora asociada de Grade