José Carlos Requena

Es grande la controversia en torno del proceso que ha iniciado el contra los integrantes de la Junta Nacional de Justicia (). No es para menos: el fragmentado Parlamento se las ingenia para ponerse de acuerdo en algo que genera justificada preocupación. En su pretendido afán fiscalizador, el Congreso está “actuando al límite”, como bien lo señaló el editorial de este Diario el pasado lunes.

Genera alarma el hecho de que se festinen procedimientos y se actúe con gran ligereza para un asunto de vital importancia como es la administración de justicia en el país. Como se recuerda, la JNJ surgió tras el llamado caso de Los Cuellos Blancos, correspondiente a una corte superior de justicia, pero que quizás refleje lo que –lamentablemente– pasa (aún) en muchas otras.

Tras un proceso complejo, que incluyó una evaluación trunca, se logró su conformación, en un esfuerzo liderado por el entonces defensor del Pueblo Walter Gutiérrez. Por ello, preservar su integridad debería ser de interés de cualquier persona preocupada por la mejora en la administración de justicia, independientemente de su filiación o de su simpatía política.

Lamentablemente, lo que algunos encuadran solamente como una lucha entre el ejercicio del autoritarismo y la defensa del equilibrio de poderes tiene también otro componente aún no del todo sincerado: la polarización instalada claramente desde el 2016 entre sectores progresistas y aquellos que se oponen a este y los llaman, furibundamente, “caviares”.

En el actual episodio, el primer grupo está de capa caída y ha perdido la influencia que solía ostentar; el segundo, en tanto, se siente todo poderoso. Por si fuera poco, esta animadversión ha unido en este Parlamento a sectores antes irreconciliables.

Si la elección de seis integrantes del TC hace algunos meses fue ocasión para acercamientos iniciales, la conformación de la actual Mesa Directiva del Congreso ha sido la formalización de este interés mutuo. El lazo, antes oculto seguramente por vergonzoso, hoy ha decidido salir del clóset.

Debe sumarse a la trama el rol, por ahora silente, del estrenado ministro de Justicia Eduardo Arana, que en el pasado ha asesorado tesis universitarias que cuestionan plataformas que históricamente han formulado activistas de derechos humanos. Arana no se ha manifestado sobre el tema. En cambio, otro actor gubernamental, la cancillería, ha comunicado su incomodidad –se entiende, la del Ejecutivo– por la acción de representantes del Sistema de Naciones Unidas sobre el tema.

Según el comunicado oficial, “el Ministerio de Relaciones Exteriores convocó al coordinador residente del Sistema de las Naciones Unidas en el , señor Igor Garafulic, a fin de transmitirle formalmente la extrañeza del Gobierno Peruano por el pronunciamiento del Sistema de las Naciones Unidas en el Perú del 7 de septiembre de 2023″ (12/9/2023). El mencionado documento manifestaba la “preocupación” del organismo sobre el tema.

Todo resulta muy confuso en esta disputa. Por ejemplo, se le atribuye poder a Martín Vizcarra, referido por algunos como la manifestación más clara del progresismo. Fernán Altuve dijo en Willax, al analizar el remozado Gabinete, que el exmandatario “tiene mucho poder encubierto [...] porque es el dueño de la Junta Nacional de Justicia. Tanto el señor [Alberto] Otárola como la señora Dina [Boluarte] necesitan que esa junta esté alineada con ellos para que no les abra procesos” (6/9/2023). No queda claro si el presunto alineamiento se buscaría con la actual JNJ o con la que podría variar si la investigación congresal llega –como se teme– a un descabezamiento total o parcial de esta.

El país, pues, asiste a una disputa en la que los “intereses mezquinos” –como los describe con precisión Martín Tanaka (El Comercio, 12/9/2023)– parecen superar cualquier otra motivación. ¿Cuántos episodios más resistirá el Perú?

José Carlos Requena es analista político y socio de la consultora Público