"Lo que parece una desviación momentánea se convierte en hábito con demasiada facilidad. Es parte de la naturaleza humana". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Lo que parece una desviación momentánea se convierte en hábito con demasiada facilidad. Es parte de la naturaleza humana". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Iván Alonso

Desde hace unos cincuenta años, los economistas han ido entendiendo mejor la importancia de las para el desarrollo. Se ha vuelto costumbre citar el libro de Acemoglu y Robinson, “¿Por qué fracasan los países?”, y su ya famosa distinción entre instituciones inclusivas e instituciones extractivas. Las primeras conducen a la generación de riqueza con la participación activa del grueso de la población y la correspondientemente amplia distribución de los beneficios. Las segundas excluyen a las mayorías y concentran los beneficios en un grupo reducido con acceso al poder político. En el , hemos estado alejándonos de estas últimas y acercándonos a las primeras.

Douglass North, que convirtió el estudio de las instituciones en un campo fructífero para la investigación económica y recibió un Premio Nobel por eso en 1993, las define como las reglas de juego de la sociedad. O más bien, para no quedarnos con una metáfora desgastada, las “restricciones que dan forma a la interacción humana”. Son las convenciones y los códigos de conducta; los acuerdos expresos o tácitos sobre lo que se debe y lo que no se debe hacer; y, sobre todo, los límites de la autoridad.

Las buenas instituciones no se construyen de la noche a la mañana. Si el punto de partida es disfuncional, se requiere no solamente de una idea sobre las reglas que deberíamos seguir –una idea bien pensada, se entiende, no una lista de compras redactada apuradamente por una comisión de notables o notorios–, sino también de un largo período de maduración para que las nuevas reglas sean internalizadas. Al final, lo que limita el ejercicio del poder no es tanto el texto de una Constitución, sino lo que la gente cree en su fuero íntimo.

No podemos construir buenas instituciones haciendo excepciones en momentos de crisis. No se puede ni tampoco se debe porque es justamente en los momentos de crisis cuando las instituciones y los principios son más necesarios. Las “circunstancias únicas e irrepetibles” se pueden moldear siempre a conveniencia del usuario. Las interpretaciones auténticas o no auténticas, por cierto, también. Lo que parece una desviación momentánea se convierte en hábito con demasiada facilidad. Es parte de la naturaleza humana.

La mayoría de los economistas consultados por la prensa en las últimas semanas con respecto al adelanto de las elecciones generales se mostró, felizmente, en contra. Todos pensando en el impacto a largo plazo. Un personaje comprometido políticamente con la propuesta argumentaba, en cambio, que gracias al adelanto se resolvería la incertidumbre sobre el próximo gobierno en un año, en lugar de dos. Una falacia a todas luces porque la incertidumbre sobre las elecciones subsiguientes tendríamos que enfrentarla, entonces, en seis años, en lugar de siete, y después en once, en lugar de doce… Si es que no se volviesen a adelantar, obviamente, que es el meollo de la cuestión.

Una pelea frívola ha terminado con un poder del Estado imponiéndose sobre otro, un Gabinete unipersonal (por unos días) y el recuerdo de otros cuentos con finales no tan felices. Ojalá sea solamente eso. Pero igual tendremos que tomar aire, aguantar la respiración y esperar, quién sabe, 27 años más, a ver si aprendemos a controlar las pasiones y si somos capaces, en la esfera política, de vivir civilizadamente.