Editorial El Comercio

Si hay algo que ha limitado el impacto de la crisis política sobre la nacional, eso ha sido sin duda la fortaleza macroeconómica del país. Es innegable que la sucesión de presidentes y escándalos políticos mayúsculos –con un golpe de Estado entremedio– deprimieron la confianza de familias y empresarios, pero el efecto sobre los bolsillos hubiera sido mucho mayor sin las ventajas que ofrecen un tipo de cambio estable, una inflación controlada y una deuda pública manejable, por mencionar unos cuantos ejemplos.

La reciente rebaja de la de la deuda soberana peruana por una de las tres agencias de peso (S&P Global Ratings) nos recuerda que incluso esta fortaleza se viene deteriorando. En sencillo, una calificación más baja implica que la deuda peruana es menos confiable y carga un riesgo más alto para los prestamistas, por lo que estos exigirán una mayor tasa de interés que los compense. A su vez, intereses más elevados restan capacidad al fisco para financiarse y reducen el espacio para otros gastos como salud, infraestructura o educación, en la misma medida en que una tasa hipotecaria más cara quita recursos en el presupuesto familiar para compras domésticas. Además, empresas locales suelen ver su propia deuda privada perjudicada cuando el país en el que operan pierde posiciones crediticias, lo que daña su posibilidad de financiarse, invertir y generar empleo.

En la escala de S&P, la deuda peruana ha llegado al último escalón dentro de la categoría de grado de inversión (las otras dos calificadoras aún otorgan cierto margen, aunque cada vez menor). Cruzar ese umbral sería un golpe durísimo para las finanzas públicas, pues la categoría es un sello distintivo de las economías responsables y muchos acreedores grandes solo invierten en mercados serios. Implicaría, además, un retroceso de más de una década en calificación crediticia nacional. Desde su excomunión de los mercados internacionales a finales de la década de los 80, al país le ha costado enormemente construir una buena reputación y esta se puede perder en apenas pocos años.

Es cierto que parte de las fortalezas macroeconómicas –como los ahorros fiscales– se debilitó con la crisis del COVID-19, pero el motivo de fondo para las reducciones de calificación de deuda de los últimos años ha sido la volatilidad política. A la precariedad de los partidos políticos y sus alianzas se suman un Congreso irresponsable y un Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) incapaz de hacer frente a los excesos de los legisladores. Todo esto abre huecos en la confianza de quienes invierten en la deuda peruana sobre los riesgos de un bono nacional emitido a 10 o 20 años. Los retiros de los fondos de las AFP, precisamente uno de estos exabruptos parlamentarios, secan la liquidez de un mercado de por sí pequeño y hacen menos atractiva la deuda nacional. Finalmente, no se puede dejar de aludir al incumplimiento de la regla fiscal del año pasado y el aparente abandono de la misma regla este año por el MEF. Si el país no es serio con su propia arquitectura fiscal, el efecto se sentirá en las tasas de interés a las que accede.

El Perú podía permitirse estas u otras desviaciones fiscales cuando el PBI crecía a tasas altas. Pero una cosa es enfrentar una eventual turbulencia fiscal creciendo al 5%, y otra muy distinta es encararla con la mitad de velocidad, que es lo que se proyecta para este y los siguientes años. El alto precio del cobre de este año quizás ofrezca un respiro en el déficit, pero las debilidades a las que apunta S&P van mucho más hondo y ponen en riesgo lo trabajado por más de tres décadas de responsabilidad y diligencia fiscal.



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