Editorial El Comercio

A pesar de la relativa calma de los últimos meses, el país no está cerca de lograr estabilizar el panorama político y darle con ello un piso sólido al de la presidenta. Los recordatorios son esporádicos, pero constantes. Esta semana, por ejemplo, nuevamente ocuparon parte del Centro de Lima para exigir la renuncia de la mandataria, el cierre del Congreso y justicia para los fallecidos durante las protestas que siguieron al golpe de Estado del expresidente Pedro Castillo. Ese mismo día, en Cusco, personas con similar agenda se congregaron en las inmediaciones de la Universidad San Antonio Abad. Ambas marchas fueron pacíficas y sin medidas de fuerza.

La historia fue diferente en Puno. En el distrito de Ilave, provincia de El Collao, manifestantes prendieron llantas y colocaron una estructura metálica para impedir el tránsito en el Puente Internacional, con dirección a Bolivia. En la ciudad de Huancané, provincia homónima de Puno, los protestantes bloquearon el acceso al puente Ramis. Los grupos que coordinan estas acciones anunciaron que continuarán las protestas en las siguientes semanas. Además del pedido de renuncia de la presidenta y del titular del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, el pliego de reclamos incluía el archivo de las denuncias en contra de los más de 30 dirigentes procesados a consecuencia de las manifestaciones de inicios de año.

La situación de Puno es particularmente difícil a estas alturas. Las violentas protestas de finales del año pasado e inicios de este año no solo cobraron numerosas vidas (por las que el Gobierno aún debe explicaciones), sino que dejaron una estela económica de caos e incertidumbre.

Si durante la primera mitad del año la producción nacional cayó 0,5% –un resultado de por sí preocupante–, en el mismo período el PBI puneño se contrajo en un dramático 11,9%. Como referencia, esa cifra es aún peor que a la caída anual que experimentó el Perú en el 2020 (-11%), en plena emergencia por el COVID-19. Así, Puno lideró, por lejos, la contracción del producto nacional en el primer semestre (la segunda región que más cayó, Tumbes, lo hizo en 5,5%). Lógicamente, una reducción de ese nivel sobre la actividad económica tiene consecuencias serias sobre el trabajo. De este modo, Puno tuvo también la caída más fuerte de todas las regiones en el nivel de empleos: una contracción de 13,3% en la primera mitad del 2023.

Parte de la explicación está en el clima. Este año la región ha enfrentado heladas y graves sequías que incluso redujeron el nivel de agua del lago Titicaca. De acuerdo con representantes del Senamhi, las precipitaciones fueron la mitad del promedio histórico. Pero la otra explicación es la intensidad y duración de la conflictividad social de inicios de año. Ninguna otra región dañó tanto su propio tejido productivo y su comercio como Puno. Pequeños empresarios perdieron capital y mercadería, el turismo desapareció y aún no levanta cabeza, y la confianza empresarial sobre la región quedó seriamente resentida. No sería sorprendente que, con todo esto, Puno encabece también el próximo año la lista de regiones en las que la pobreza aumentó durante el 2023.

Si las manifestaciones políticas en Puno vuelven a tomar medidas radicales de fuerza como el cierre de vías de comunicación y violencia contra instituciones públicas, la región que peor desempeño ha tenido en el año podría agravar su situación. Eso traerá consecuencias políticas y económicas para el resto del país, pero sobre todo para la misma población puneña. Una región crónicamente inestable es incapaz de generar prosperidad para sus ciudadanos, y son los propios ciudadanos los que deben exigir estabilidad y paz.

Editorial de El Comercio