Editorial El Comercio

Este mes se cumplieron 30 años de vigencia de la Constitución Política del Perú aprobada en 1993 (CP93). A estas alturas, no debería quedar dudas de que el hecho político anterior que la hizo posible –el golpe de Estado del entonces presidente Alberto Fujimori– fue un quiebre democrático que jamás debe repetirse. Al mismo tiempo, tampoco debería estar en debate que es esta la Constitución que mayor prosperidad ha traído en la historia del Perú.

La disciplina que la CP93 impuso a parte del aparato público fue una de las claves de su éxito. Disciplina, por ejemplo, para no ir dilapidando recursos del fisco en más aventuras empresariales públicas que solo traían corrupción, nepotismo, déficit fiscal e ineficiencia (el caso de Petro-Perú, un rezago de la época, es patente). Disciplina también para mantener la inflación a raya con un banco central independiente y prohibido de financiar al fisco. Disciplina es también el respeto por los contratos, por la libre iniciativa privada y por la competencia en un mercado abierto. Estos candados al tipo de intervenciones públicas nocivas que llenaron leyes y decretos en décadas anteriores resucitaron la confianza en el país y promovieron un período de crecimiento como nunca se había visto.

No se dispone de buenas estadísticas 30 años atrás en tasas de pobreza, pero las del 2004 –el primer registro comparable– apuntaba a que entonces tres de cada cinco peruanos no podían acceder a la canasta básica de consumo. Quince años después, era uno de cada cinco. La desigualdad se redujo progresivamente mientras las ciudades del interior se iban modernizando y convirtiéndose en polos de emprendedurismo y generación de riqueza. Bajo casi cualquier métrica, la calidad de vida mejoró considerablemente para la gran mayoría de ciudadanos. Como resultado, la de hoy es una generación que vive con mayores libertades y comodidades que las que tuvieron sus padres o abuelos a su misma edad.

El texto, como cualquier otro, está lejos de ser perfecto. De hecho, a lo largo de estas décadas ha sido modificado, en promedio, casi una vez al año (y no siempre para mejor). Y si bien el aspecto económico de la Carta Magna no requiere mayores alteraciones, en el componente político sí hay necesidad de reforma. Reincorporar un Senado (reforma ya aprobada en el Congreso en primera votación en la legislatura pasada y pendiente de la segunda), darle funcionalidad a la descentralización, mejorar la representatividad de Congreso y Ejecutivo, y desalentar el uso de las armas políticas nucleares que estos dos han usado el uno sobre el otro en los últimos años, por ejemplo, son algunas opciones sobre las que vale la pena conversar.

Más allá de eso, han sido sobre todo las fallas en el funcionamiento del Estado las que han impedido que las brechas sociales se cierren a mayor velocidad. La Constitución –esta o cualquier otra– tiene poco que decir ahí, pero no por eso deja de ser un tema urgente para su propia legitimidad y sostenibilidad.

La conversación sobre reformas constitucionales bien pensadas es, pues, bienvenida. Lo que no debe permitirse son aquellas narrativas que pretenden distorsionar la historia y los resultados del Perú de los últimos 30 años para empujar una asamblea constituyente cuyo fin sea ahogar la democracia y concentrar el poder en el Estado para luego capturarlo, como pretenden presumiblemente Perú Libre y compañía. De esas experiencias sí hemos tenido demasiadas. Que estos 30 años sirvan también para recordarlas.

Editorial de El Comercio