“Los efectos y daños de la intolerancia se tornan indiscutiblemente mayores en las alturas del poder, por el grado de alcance que este tiene sobre millones de personas”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Los efectos y daños de la intolerancia se tornan indiscutiblemente mayores en las alturas del poder, por el grado de alcance que este tiene sobre millones de personas”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
Juan Paredes Castro

La vida y la relación entre gobernantes y gobernados y entre aspirantes a gobernar y ciudadanos electores ya no son las que eran.

Los modos y medios de comportamiento de los sistemas de poder y de convivencia social, política, económica y cultural tampoco son los que eran.

El menos imperfecto de los sistemas de gobierno, el democrático, antes tan caracterizado y diferenciado, antes tan confiable y predecible, de pronto adquiere esencias y formas que lo desfiguran, al punto de volverlo muchas veces irreconocible.

Lo que parece democracia no es democracia. Lo que parece dictadura no es dictadura, sino autocracia, una antesala, entre otras, de una eventual nueva forma de tiranía. Y lo que parece autocracia resulta en el fondo una dictadura, con voz y voto en las Naciones Unidas.

Estamos ante tantos y tan efectivos disfraces que las “economías de mercado” de la China comunista y de la Rusia imperial pasan por las más aceptables democracias, no importa cuán graves sean las situaciones de las libertades y los derechos humanos que ocultan ambas potencias.

Lo más sorprendente de estos tiempos de globalización y revolución de las comunicaciones, tiempos supuestamente de mayores aperturas y libertades y de mayores razones y oportunidades para reconocernos como seres civilizados, es que son también tiempos de intolerancia.

No de intolerancia cualquiera, como a la lactosa o a los mariscos, sino de intolerancia a los derechos individuales y colectivos, a la raza y al género del otro, a la dignidad y la reputación del otro, a la cultura y a las creencias del otro, al pensamiento y a la ideología del otro, a las mayorías y minorías representativas, al legítimo patrimonio intelectual, profesional y económico del otro, a la disidencia del otro.

Es cierto que Internet ha puesto digitalmente al mundo en la palma de una mano. Pero también ha estrechado el respeto y el entendimiento entre quienes lo habitamos.

Los efectos y daños de la intolerancia se tornan indiscutiblemente mayores en las alturas del poder, por el grado de alcance que este tiene sobre millones de personas. Así se vista de democracia y de respeto a la Constitución, el poder que incuba, instala y expande la intolerancia en su seno y estructuras coercitivas no solo lo hace contra sus oponentes en general, sino contra sus pares, a los que busca someter.

Tal es el caso del Perú, donde el Gobierno forzó una figura constitucionalmente inexistente, la de la “negación fáctica” de la confianza, para disolver el Congreso. La raíz del problema no estuvo en la obstrucción del Legislativo y la consecuente parálisis del Gobierno ni en las razones legales y constitucionales de uno y otro lado, sino en el entrampamiento que significó en un momento la intolerancia entre ambos poderes, con la incapacidad total (tratándose de poderes que encarnan un mandato popular) para dialogar y construir acuerdos.

Hay quienes ahora se consuelan diciendo que no hubo golpe de Estado porque no se sacaron tanques ni tropas a las calles. ¿Pero acaso al presidente Martín Vizcarra, que ejerce mando directo, sin control ni balance, sobre tanques y tropas, no le bastó tomarse una fotografía con los comandantes generales de las tres armas para determinar el perfecto poder disuasivo que necesitaba su decisión inconstitucional?

No habría democracia posible si esta no descansara en los cimientos de la tolerancia. Inclusive “alianzas repugnantes” que restauraron la paz y la democracia en muchas partes del mundo se fundaron en las virtudes de la tolerancia, como lo recordaba hace poco el economista Moisés Naím. ¿Por qué entonces dejamos que los vientos de la intolerancia se arremolinen tan fácil y alegremente en las democracias, esterilizándolas; en el poder gubernamental, envileciéndolo; y en el debate público, empobreciéndolo?

La intolerancia en dictadura siempre querrá ser más fuerte que la tolerancia en democracia.

Vivimos, pues, tiempos de intolerancia, quizás tan recios y peligrosos como los tiempos recios de las dictaduras que narran las novelas de Mario Vargas Llosa.