Con el triunfo del partido Hermanos de Italia, liderado por la ultraderechista Giorgia Meloni, diversos especialistas han sostenido que se ha instalado el en dicho país europeo. Además, el partido de Meloni cuenta con el apoyo de otros dos partidos de ultraderecha: La Liga, de Mateo Salvini, y Forza Italia, del excéntrico magnate Silvio Berlusconi. El hecho adquiere relevancia y genera preocupación en la Unión Europea (UE), pero también entre los movimientos democráticos del mundo, porque la triunfadora recibió las felicitaciones de gobiernos ultraderechistas, como el polaco y el húngaro, además de partidos con esta orientación, como el Vox español y el Agrupamiento Nacional francés. Incluso Marine Le Pen agradeció a Meloni por “resistir a las amenazas de una Unión Europea antidemocrática y arrogante”. Por supuesto, se trata de una acusación falsa porque la UE no tiene nada de antidemocrática, precisamente porque uno de los pilares para que un país se adhiera a ella es que su forma de gobierno sea democrática.

La pregunta que surge del triunfo de Meloni es qué es el posfascismo. El posfascismo puede entenderse como un movimiento de ultraderecha que tiene algo de la ideología fascista –como el anticomunismo, el antisocialismo, el antiliberalismo, el racismo y la xenofobia–, pero que se diferencia de su forma original, que fue totalitaria. Desde luego, este posfascismo es una especie de neofascismo que navega y se aprovecha de la tormentosa crisis que está pasando la representativa, no solo en algunos países europeos, sino también de América, especialmente en América Latina.

Esta crisis de la democracia representativa liberal preocupa porque tiende a reforzar discursos autoritarios de tipo populista, tanto de izquierda como de derecha, y porque, como sabemos, el ‘populismo’ es un término vago e impreciso que puede tener diversos significados e interpretaciones. Además, hay una variada tipología sobre esta modalidad de hacer política, Sin embargo, en cualquier caso, se encuentra un denominador común porque son movimientos políticos que se inspiran en la tradición e historia de un pueblo al que consideran depositario de valores exclusivos que son específicos, permanentes y positivos. Para el populismo, el pueblo es fuente de inspiración y objeto constante de referencia. El populismo es la antítesis del elitismo, que destaca los valores de las élites llamadas a gobernar y que el prefascista italiano Gaetano Mosca denominó como “la clase política”, afirmando que, así como hay una clase económica tal y como sostenía Karl Marx, también hay una clase política llamada a dirigir los destinos de una nación.

Pero en el estilo populista también anida el caudillismo: un líder mesiánico que considera que encarna el destino de un pueblo. Esto, sin duda, existió en el fascismo de antaño con Benito Mussolini, que fue un tirano finalmente asesinado. Y es que, por lo general, todo lo que comienza mal termina mal.

Jorge Verstrynge, en su obra “Populismo. El veto de los pueblos”, señala que diversos autores distinguen entre “populismo plebe” y “nacional populismo” y afirma que la diferencia no es baladí, porque el “populismo plebe” excluye a la clase dominante, a la casta, y este es el populismo de izquierda. En cambio, el “nacional populismo” no excluye a la casta, a la élite que debe estar al servicio de la nación.

Por cierto, esta es una nueva clasificación, entre otras, pero esclarece la visión del mundo de la ultraderecha europea, como los Hermanos de Italia de Georgia Meloni. Porque el fascismo, desde sus orígenes, fue elitista y, por ende, nacional populista. La izquierda populista, la del “populismo plebe”, no ha llegado al gobierno en Europa, como sí ha sucedido en algunos países de América Latina, pero existen movimientos y líderes políticos en esta dirección; por ejemplo, Jean-Luc Mélenchon en Francia.

Estas movidas populistas en sus dos modalidades son un desafío para la democracia porque en ellas siempre hay una pesada carga autoritaria que, al consolidarse, destruye el sistema democrático, como está sucediendo en Nicaragua y Venezuela. Porque, en el fondo, aunque apelan al pueblo, destruyen su derecho a decidir libremente su destino político.

Francisco Miró Quesada Rada es exdirector de El Comercio