"En efecto, nuestro sistema presidencialista, común en buena parte de América Latina, encierra una maligna combinación". (Foto: GEC)
"En efecto, nuestro sistema presidencialista, común en buena parte de América Latina, encierra una maligna combinación". (Foto: GEC)
Juan Paredes Castro

Podría parecer traído aquí de los cabellos el tema del sistema presidencialista peruano en momentos en que la tragedia del COVID-19 hace trizas el país, sanitaria, social y económicamente.

Hay, sin embargo, una poderosa razón para ocuparnos del tema, porque en un momento de ‘shock’ nacional y mundial como el que vivimos, los gobiernos y liderazgos nacionales importan mucho. La declarada guerra contra la más grave y global pandemia de la historia no será una guerra de corto alcance.

En efecto, nuestro sistema presidencialista, común en buena parte de América Latina, encierra una maligna combinación: concentra tantos poderes en sus manos como para ser eficaz, y a su vez tantos vacíos y entramados en su cadena de mandos, como para ser ineficaz.

La otra combinación maligna la ponen los propios gobernantes. Estos suelen sentirse tan complacientes con el poder que concentran, desde el de presidente hasta jefe de Estado, pasando por comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y policiales, y encarnación de la nación, que olvidan, casi siempre, en medio de la sensación monárquica del cargo, la inmensa necesidad de reformar el sistema.

Y como la reforma del sistema presidencial no parece estar en la agenda de candidatos, gobernantes, parlamentarios, constitucionalistas y reformólogos, seguimos corriendo el riesgo de que quien gobierne lo haga en la típica soledad de los caudillos autoritarios y tan lejos de la abierta y responsable dinámica democrática. Así es cómo el presidencialismo híbrido pierde legitimidad, liderazgo y transparencia, y frustra los mejores espacios disponibles al diálogo, a la concertación, al consenso.

A propósito del gobierno de turno y de la pandemia de turno (debemos estar preparados para enfrentar otras similares o peores a futuro), el presidente Martín Vizcarra parece en estos días más dedicado a deshojar margaritas que a tomar decisiones rápidas y firmes en los cuatro campos más sensibles de la crisis: el sanitario, el social, el económico y el político. Con el respeto que merecen las margaritas, hace tiempo que pasó la primavera del Gobierno.

No se trata de ir y venir, y dar más de un rodeo en el camino para elegir tarde entre esto y aquello en relación con la conducción sanitaria de la crisis. No hay tiempo que perder. Hace rato que se necesita de una conducción sanitaria solvente en visión, previsión, estrategia, gestión, resultados y vocería clara. No más hospitales ni cuadros médicos colapsados. Tampoco bonos sociales acompañados de tumultos propagadores del coronavirus. El orden público en una estado de emergencia no es cosa de decretos de urgencia ni un asunto estrictamente policial-militar. También requiere de estrategia y metodología maduras e inteligentes. La reactivación paralela de la economía tiene que cuidar dos flancos claves: que su macroestructura, la gallina de los huevos de oro, no sea afectada por las desviaciones que la rondan desde dentro y fuera, y que sus fortalezas de crecimiento, torpedeadas permanentemente desde la izquierda y la derecha, no se contagien de mercantilismo, populismo y corrupción.

Por estas y otras cosas, el presidente Vizcarra no tiene que andar deshojando margaritas sobre el Gabinete Ministerial que necesita para lo que queda de esta crisis. Él tiene que saber (y si no lo sabe, alguien se lo tendrá que decir) qué ministros dan la talla y qué otros no; y si la mayoría de ellos no da la talla, tendría que apresurarse en presentarle al país un nuevo equipo, de paso afinado y estructurado para obtener el pendiente voto de confianza constitucional del Congreso.

El mandatario ya no debería insistir en deshojar nuevas margaritas moqueguanas, pues ya están marchitas para el emprendimiento gubernamental.

En todo caso, si se trata de repotenciar la eficiencia del Gobierno en general, y de la presidencia en particular, que las magaritas a deshojar, por una acertada elección de ministros, sean margaritas que adornen una gran mesa de probada gerencia pública, capaz de una buena vez de devolvernos la confianza en el Estado.