Juan Paredes Castro

El estrenado gobierno nacional de y el gobierno municipal por estrenar de encierran dos estados de shock distintos: el uno buscando vencer el caos político y social, producto del irracional golpe de Estado de Pedro Castillo, y el otro buscando sentar en la realidad su visión de orden y modernidad como alcalde Lima.

Más temprano que tarde, Boluarte debe hacer sostenibles los pilares del sistema democrático y constitucional del país. Y López Aliaga hacer suyo, como política de largo plazo, el Plan de Desarrollo Metropolitano hacia el 2040, recibido de manos del alcalde saliente Miguel Romero Sotelo, bajo el objetivo común de hacer de la capital del Perú el hogar saludable, seguro y próspero de 10 millones de habitantes y el eje geopolítico económico central de la costa sudamericana.

He aquí dos caras de la misma medalla: el de un Perú de emprendedores económicamente estable y prometedor, pero desbordado por la fragilidad institucional, la desigualdad social y la violencia ideologizada que vuelve a mostrar sus peores fauces.

Aunque hemos tenido un latente golpe de Estado de Pedro Castillo desde el 28 de julio del 2021, desconociendo la Constitución y pretendiendo implantar una asamblea constituyente, recién ahora, con el exmandatario destituido y puesto en cárcel preventiva, el país despierta a los designios totalitarios del ideario de Perú Libre que el Jurado Nacional de Elecciones dejó pasar al inscribir la candidatura presidencial antisistema de esta organización.

Resulta triste y hasta ridículo que en días cruciales en que Boluarte enfrenta una escalada violentista sin precedentes y en vísperas de que López Aliaga se convierta materialmente en el héroe o mártir de una Lima sobrepasada en urgentes necesidades de agua, seguridad, transporte, vivienda y aire limpio, los peruanos seamos obligados a correr nuevamente detrás de elecciones inmediatas en lugar de madurar una transición democrática serena y ordenada.

La imprudencia vuelve a imponerse sobre la sensatez y la ingobernabilidad de hoy le abre el paso a la ingobernabilidad de mañana.

¿Qué ganamos de las apresuradas elecciones que convirtieron a Alejandro Toledo en la “promesa anticorrupción” del 2001? ¿Y qué de las elecciones del 2021, que pusieron en manos de Castillo las llaves del ejercicio criminal del poder, bajo un presidencialismo sin contrapesos ni controles efectivos, más monárquico que republicano, nunca reformado?

Necesitamos ponerles cerrojos indestructibles a nuestra Constitución y a nuestro sistema electoral para evitar que procesados por la justicia y traficantes de consciencias invadan la función pública.

La Presidencia de la República, por el solo hecho de encarnar a la nación y a la jefatura del Estado, tiene que ser en todo momento el firme pilar contra la violencia terrorista, no importa cuál sea el tamaño de sus presiones y chantajes y cuál sea su desprecio por las muertes provocadas por ella para culpar a las fuerzas armadas y policiales.

Si bien López Aliaga no padece la noche oscura y tempestuosa que atraviesa Boluarte en estos días, tiene ante sí una Lima con sus propios desastres acumulados y sus propias convulsiones sociales, principalmente en sus muros extremos norte, este, sur y oeste, una Lima que lo espera el 1 de enero con la ansiedad de quien espera una gestión moderna, honestidad a prueba de balas y sentido de futuro. No estamos ante un alcalde que vaya a sorprendernos con cartas bajo la manga. Estamos, más bien, ante un hombre sencillo, sabio y competente, que nos dice que sabe perfectamente lo que hará por una metrópoli desbordada de servicios insuficientes, informalidad, aglomeración, delincuencia y zonificaciones corruptas.

A diferencia de Boluarte, que debe intentar reconstruir el gobierno y el Estado sobre los escombros dejados por Castillo, López Aliaga encuentra un viable Plan de Desarrollo Metropolitano de Lima 2021-2040, puesto al día por Romero Sotelo y trabajado técnicamente en equipo desde la gestión de Jorge Muñoz, entre enero del 2019 y mayo del 2022. Desde la alcaldía pionera de Luis Bedoya Reyes hasta las últimas de Muñoz y Romero, pasando por las de Eduardo Orrego, Alfonso Barrantes, Jorge del Castillo, Ricardo Belmont, Alberto Andrade y Luis Castañeda, para referirnos a un tiempo de 60 años, Lima ha crecido caóticamente más que ninguna otra metrópoli latinoamericana y necesita otros 60 años para ordenarse. De ahí que alguien como López Aliaga haya decidido comprarse el pleito gigantesco de cambiarle el rumbo y el rostro a una capital que hace más de medio siglo dejó de ser lo que era.

Que el fin de la horrorosa pesadilla de Castillo nos depare, por lo menos, el legítimo sueño de una Lima reconciliada consigo misma y con el Perú profundo, tan vastamente representado en ella, y que no es patrimonio político excluyente de quienes pretenden hoy violentar nuestro unitario sentido de territorio, nación, Estado y gobierno.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor