Toda es una tragedia, porque el , además de ser un usurpador del poder y de la libertad del pueblo, tiende a concentrar dicho poder y a controlar la vida de las personas. Cree que es dueño de la verdad y si alguien se opone a sus designios lo persigue, lo encarcela y lo mata. El tirano es la ley, no reconoce la libertad del otro y, al desconocerla, pretende eliminarlo o eliminarla. Todos deben estar a su servicio, hacer lo que él desee y mande. Es incapaz de tolerar la libre opinión de los demás, por eso quiere una prensa sumisa que no investigue, que no denuncie sus fechorías ni las de su entorno.

Pero lo más trágico de la dictadura es que trae la muerte. Los dictadores son tanáticos, tienden a la destrucción de lo opuesto porque carecen del más mínimo sentido de democracia. Es más, la desprecian. El dictador tiene enemigos y, cuando los elimina, se inventa otros. Es el “enemigo objetivo” del que hablaba Hannah Arendt. El antagonismo es consustancial a la dictadura. En cambio, en democracia no hay enemigos; hay adversarios, legítimos oponentes.

Como hemos señalado, toda dictadura trae la muerte, la física y la del espíritu. Ahora tenemos muchos muertos porque Pedro Castillo decidió dar un golpe desde Palacio. Si no lo daba, no habría muertos. Rompió con el pacto tácito que hay entre el elector y el elegido. Un acuerdo que indica que se debe gobernar en el marco de las reglas de juego de la democracia. Cuando el elegido viola dicha regla, nadie le debe obediencia. El pueblo tiene derecho a insurgir.

Sin embargo, como tantas veces ha pasado en el Perú, un amplio sector apoya los golpes de Estado. No es novedad. Esto explica, en parte, los recientes movimientos de un alto porcentaje de ciudadanos que están de acuerdo con un golpe llamando a cerrar el Congreso, justo el lugar en el que se expresa el pluralismo democrático. Ya no es un tema de calidad o de capacidad; es un tema que afecta la libertad de los otros, su derecho a deliberar en una asamblea.

Muchos quieren reponer al golpista. En cambio, otros defienden la democracia y sus legítimos procedimientos. Es cierto que los movimientos ciudadanos son también la expresión del descontento contra una élite política, social y económica indolente frente al hambre, la pobreza y la corrupción que afectan a muchos compatriotas de la capital y de las diversas regiones que viven en tal situación y están frustrados, indignados por esa indolencia. Se sienten excluidos, marginados, abandonados. Hay indignación por ello y quieren que todos se vayan. Pero se debe comprender también que las reformas que el Perú necesita tienen que ser estructurales y no simples paliativos que, a la larga, puedan agudizar el conflicto.

Separemos, pues, la paja del trigo y no llamemos violentistas a los indignados. No a la violencia, pero sí a la indignación. El cambio de estructuras debe ser democrático, involucrando a todos los actores en el proceso. La crítica al golpe de Estado de Pedro Castillo no es para defender un sistema económico determinado; es para defender un valor supremo como la libertad y el único régimen político que garantiza esa libertad –además de la igualdad, la dignidad y el autogobierno de los pueblos– es la democracia; por ende, hay que defenderla.

Pero esta defensa no significa que debemos hacernos de la vista gorda ante los excesos del uso de la fuerza que las actuales autoridades del orden pudieron haber cometido. Deben, desde luego, ser investigadas. Y si se encontrara delito, sancionadas.

Pero, así como el dictador causa tragedias, también hay comedia. El anuncio del 7 de diciembre de que se cerraba el Congreso y se iban a reestructurar otros organismos públicos que incomodaban al efímero dictador cayó en saco roto porque las Fuerzas Armadas no le hicieron caso a Pedro Castillo. Un fracaso total, felizmente. Pero lo sucedido causa hilaridad. Pedro Castillo creyó soberbiamente que, por el solo hecho de ser presidente, las Fuerzas Armadas iban a cumplir sus propósitos. Ocurrió al revés. Prefirieron cumplir la Constitución. Prefirieron ponerse al servicio de la democracia. Quedó en ridículo.

La democracia se ha salvado, pero no basta. Hay que hacer los cambios estructurales para terminar con la brecha social que es histórica en nuestra patria.

Francisco Miró Quesada Rada es exdirector de El Comercio