Szyszlo no solo usó la pintura para describir lo que amó o lo  atormentó; uso también la palabra para reclamar por la libertad y la justicia. (Foto: Nancy Chappell/El comercio)
Szyszlo no solo usó la pintura para describir lo que amó o lo atormentó; uso también la palabra para reclamar por la libertad y la justicia. (Foto: Nancy Chappell/El comercio)
Cecilia Valenzuela

El lunes, cuando nos estremeció la noticia de la muerte de , acompañado como siempre por su esposa Lila, recordé conmovida la forma entrañable, infinita y precisa que él usó, hace solo un año, para describir su amor por ella: “Y Lila, con quien descubrí el verdadero amor, arrebatado, tranquilo, profundo, salvaje, sin límites en ningún sentido. Sabiendo cada uno de los dos que era para siempre, inconmovible e indestructible porque simultáneamente era frágil y sensible a cualquier cambio de temperatura. Moriremos enamorados”.

Y así murieron enamorados y juntos, cómo él mismo diría, un “típico día limeño. El cielo es plano, de una homogénea luminosidad grisácea, húmeda. El escenario neutro y silencioso, casi inalterable, sobre el que desarrollamos nuestra vida”.

Recordaremos a Szyszlo por las imágenes y los colores de las raíces del Perú que definen su celebrada y reconocida pintura, pero también por la palabra que supo usar con sabiduría y luz.

Por supuesto también por su ética, su coherencia, su honestidad, su integridad, su humor. El intelectual que acabamos de perder no solo usó la pintura para describir o festejar lo que amó, lo atormentó o lo desgarró; usó también, constantemente, la palabra para reclamar por la libertad y la justicia, por la democracia, contra la corrupción y el autoritarismo.

En “La vida sin dueño”, el imprescindible libro de memorias que Alfaguara le editó al maestro el año pasado, Gody, como lo llamaban sus amigos, eligió con pulcritud y transparencia cada una de las palabras con las que describiría su larga y pródiga vida, el arte al que accedió, su pasión por la pintura, sus reflexiones sobre la cultura peruana, sobre todo la precolombina; la política, sus amistades enriquecedoras, sus amores. El desierto y el mar.

“Soy pintor”, decía, y pintó hasta el día de su muerte. “Yo quería ser moderno de cierta manera que abrazara también lo primitivo”, dice en sus memorias sobre la búsqueda perpetua de un estilo propio.

“Cuando asisto a mis exposiciones siempre me quedo con las ganas de corregir mis cuadros”, me dijo en una inolvidable entrevista. Pero Szyszlo logró más que un estilo propio, rompió el techo. Después de los maravillosos universos abstractos de Fernando de Szyszlo en las más importantes y cotizadas galerías internacionales, los pintores peruanos son otro cantar.

Siempre lamentó que la educación del pueblo peruano fuera tan deficiente. Que los niños aprendieran, primero a paporretear y luego a pasar de año sin entender lo que leen.

Y aunque la historia de la política peruana fue una frustración permanente para él, en sus últimas entrevistas lo escuché decir, con la lucidez que lo caracterizó, que el Perú ha mejorado y cambiado mucho, que Lima es ahora otra ciudad y que ese cambio es incontenible. “La clase media seguirá creciendo y la política será, como en otros lugares del mundo, un aspecto de la vida que no tendrá una importancia definitiva para las personas”.

Partió de manera sorpresiva. La tragedia siempre lo rondó; creció escuchando a su abuela llorar la trágica muerte de su tío Abraham Valdelomar. Y, en la madurez, un accidente aéreo le arrebató a su hijo Lorenzo. Enterrar a un hijo es un escándalo, dijo en ese momento y nunca pudo cerrar ese dolor.

Fue íntimo amigo de José María Arguedas y admiró a César Vallejo con devoción: “Vallejo fue lo más importante que le pasó al Perú”, me dijo una vez. Entonces, como diría el poeta, perdonen la tristeza.

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