Kimberly Ignacio

El conflicto en Medio Oriente tiene raíces profundas en cuestiones históricas, políticas y territoriales. La creación del Estado de en 1948, con la subsiguiente expulsión masiva de palestinos, ha gestado un resentimiento persistente y una hostilidad que alimentan este conflicto. La violencia sin precedentes ha causado destrucción material y humana, generando consecuencias sociales difíciles de resolver. Desde la perspectiva económica, la inversión y el desarrollo estancado en la región contribuyen con el aumento de la tasa de desempleo y la pobreza.

La guerra provoca un impacto humano profundo, con miles de muertos, heridos y secuestrados. La inestabilidad social resultante repercute en áreas clave como la educación y la salud. Por un lado, la población más vulnerable, los niños, enfrentan la pérdida de familiares y la exposición constante a la violencia, amenazando su desarrollo académico y psicológico, contribuyendo a un aumento de la tasa de analfabetismo y problemas psicológicos a largo plazo. Estas heridas sociales profundas, que generan división y polarización, complican la coexistencia pacífica de las partes implicadas.

La situación de Israel, aunque basada en la legitimidad de la ONU, ha presenciado violaciones del derecho internacional, contribuyendo a la represión y opresión contra el pueblo palestino. La deshumanización, especialmente de mujeres y niños, es evidente, y la búsqueda de seguridad por parte de Israel plantea desafíos significativos. Las cifras de muertos y secuestros son alarmantes, afectando la vida diaria de los habitantes de Gaza y generando una crisis humanitaria. Por otro lado, las decisiones políticas del Gobierno Israelí agravan la situación. La ‘hidropolítica’ se entrelaza en este conflicto, con el control del agua por parte del gobierno de Israel como un factor geopolítico que genera violaciones de derechos humanos y la privatización del agua, empañando la imagen diplomática internacional, provocando protestas en varios países y afectando a inmigrantes y refugiados en naciones vecinas.

Desde la perspectiva económica, el conflicto ha obstaculizado el desarrollo y la inversión en infraestructura, especialmente en la franja de Gaza, donde el bloqueo israelí y egipcio contribuyen a generar altas tasas de desempleo y pobreza, provocando escasez de alimentos, agua y servicios esenciales. Como parte del plan de defensa de Israel, una parte importante del presupuesto nacional se destina a la defensa en lugar de invertir en áreas clave como la tecnología y el desarrollo económico. Además, la relación estratégica entre Estados Unidos e Israel ha influido en este escenario, ralentizando las tensiones y decisiones de inversión a nivel global y afectando la volatilidad en precios, especialmente del petróleo.

Ambas perspectivas, tanto social como económicamente, nos llevan a una reflexión profunda sobre las enormes consecuencias generadas por la guerra, que no conocen límites, especialmente cuando el conflicto se cobra miles de vidas humanas. La pérdida de una vida no tiene justificación, y ninguna etnia, cultura o religión debería ser un obstáculo para nuestra humanidad. En este contexto, la comunidad internacional desempeña un papel crucial al fomentar el diálogo, abordar las causas fundamentales y trabajar hacia la construcción de un futuro de paz y estabilidad en la región. La guerra en el Medio Oriente es un llamado a la acción para buscar, a través del entendimiento y la cooperación, una resolución que ponga fin al sufrimiento humano y siente las bases para un mañana más esperanzador.

Kimberly Ignacio es estudiante de Economía de la Universidad del Pacífico