(Foto: Archivo).
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Editorial El Comercio

El miércoles de la próxima semana se cumplen 50 años del golpe militar encabezado por el general . El levantamiento del 3 de octubre de 1968, como se sabe, interrumpió el primer gobierno de Fernando Belaunde, democráticamente elegido, e instauró una dictadura que se extendió por 12 años (los siete primeros, bajo el mando del propio Velasco Alvarado; y los cinco últimos, a cargo del general Francisco Morales Bermúdez).

Como suele suceder con las tiranías de todo signo, el pretexto invocado aquella vez para tomar por asalto el Ejecutivo, cerrar el Congreso y acabar con la independencia del Poder Judicial fue la supuesta necesidad impostergable de ‘cambiar las estructuras sociales’ del país, envuelto –alegaban los usurpadores– en una crisis moral y política que no daba para más.

La verdad, no obstante, es que si bien existía en ese momento una grave tensión entre la mayoría parlamentaria (conformada por la coalición Apra-UNO) y quienes sostenían las riendas del gobierno central, así como problemas económicos y denuncias de corrupción o ‘entreguismo’ no despejadas, la situación no era esencialmente distinta a la de otros trances difíciles que nos ha tocado vivir en los últimos tiempos… sin que a nadie se le ocurra seriamente que ello debería dar pie a un pronunciamiento militar.

Pero, como suele suceder también con todas las satrapías, la de Velasco tuvo defensores. Es decir, individuos dispuestos a desdeñar los valores y recaudos de la democracia y el Estado de derecho. Algunos como un simple ejercicio retórico que les permitiera medrar en medio de la arbitrariedad y la falta de transparencia de un régimen de ese tipo; otros, por sintonía ideológica con el intervencionismo colectivista que lo caracterizaba; y unos últimos por la complacencia que les producía poder combinar una cosa con la otra.

Estuvieron presentes desde el principio del régimen, pero al parecer sintieron llegada su hora de epifanía cuando esa dictadura –como todas– decidió acallar las críticas y apoderarse de los medios de comunicación, so pretexto de ‘entregarlos a los sectores organizados de la población’. Digitados desde Palacio, ocuparon entonces puestos claves en esos medios y desde allí procuraron darle un barniz intelectual a las justificaciones del atropello al Estado de derecho y a la propiedad que el velasquismo encarnaba.

Como se sabe, al cabo de los años, la ‘revolución peruana’ terminó como terminaron antes o después los experimentos de ‘la patria nueva’ o el ‘gobierno de reconstrucción nacional’. Esto es, en medio de la crisis económica, las acusaciones de corrupción generalizada y la repulsión de los sectores a los que declarativamente se había identificado como los beneficiarios del ‘proceso revolucionario’.

El fin de tan pernicioso episodio de nuestra historia, sin embargo, no supuso el repliegue completo de sus antiguos apologistas. Cultivaron, en el mejor de los casos, un silencio breve y decoroso que permitiera que el manto del olvido cayera un poco sobre su conducta deleznable y pronto volvieron a la carga en un nuevo intento de encontrarle virtudes ‘transformadoras’ a lo que fue un cuartelazo sin coartadas, de cuya estela empobrecedora todavía no hemos terminado de librarnos.

Desde entonces han modulado, desde la academia o la tribuna política, justificaciones para lo que seguramente –y con justa razón– no estarían dispuestos a justificar hoy. Un poco a la manera de los que en los últimos años han evitado condenar el golpe del 5 de abril alegando que fue una experiencia “única e irrepetible”. Y ahora, a punto de cumplir sus bodas de oro, asomarán otra vez para intentar dotar de una dimensión mítica a esa triste ruptura del orden constitucional que nunca se animan a llamar por su nombre.

Están, sin duda, en su derecho. Pero dependerá de los defensores de la democracia dar la batalla en este aniversario de ominosa significación, trayendo a la memoria las miserias de esos días grises sin ley.