Carmen McEvoy


Cuando uno trata de abordar el proceso de deshumanización que, como una pandemia del alma, avanza raudo por el Perú y el mundo, es difícil elegir una historia con la que empezar. Si con la carta desesperada de esa niña pidiendo ayuda ante el abuso sexual, sistemático, de su padre que ella ya no resiste o tal vez con la del descubrimiento del cuerpo de otra , arrojado a la vía pública dentro de un costalillo, con evidentes signos de tortura. Algunos de ustedes estarán pensando, quizás, en el video del dentista torturado y luego asesinado porque no pudo pagar a tiempo los cien mil soles con que unos desalmados cotizaron su . Desadaptados sociales de la misma calaña de los que balearon a ese joven que, ante el pedido de su “enamorada”, cerró inocentemente los ojos para ser ejecutado sin piedad. Todavía no hemos terminado de procesar la escena macabra en la que Sergio Tarache roció con gasolina y prendió fuego a la joven mujer que se negaba a seguir con él, provocándole gravísimas lesiones que determinaron su muerte, cuando aparece un cuerpo calcinado en la calle, a las pocas horas que otro, también femenino, es lanzado a la vía de evitamiento de Lima. Y el horror no para de acecharnos. Mientras elaboro esta lista tétrica, leo que, en Estados Unidos, país de los tiroteos cotidianos, una familia fue asesinada simplemente por pedirle a un hombre alcoholizado que dejara de disparar en su jardín. El asesino montó en cólera porque se le explicó que dos bebes, que por suerte se salvaron de morir cobijados por el cuerpo de sus madres, no podían dormir debido al sonido escalofriante de una AR-15 a escasos metros de sus cunas.

La sucesión interminable de atentados contra la vida, cada cual más sádico que el anterior, evidencian una crueldad nacional y global fuera de control. Porque, además, de la masacre entre , con Sudán como nuevo foco genocida, estremece, también, la generalización del maltrato animal. Pienso en el caso de los dos perros asesinados esta semana: uno colgado vivo en un árbol y el otro arrastrado en la carretera para satisfacer el placer enfermizo de los perpetradores. Lo que evidencia que el desprecio por la vida en todas sus expresiones no solo está instalado, sino que bandas criminales, nacionales e internacionales, lo van normalizando, a lo largo y ancho del Perú. Y ante el bombardeo de historias que aterrorizan, por su nivel de vesania, la indiferencia se va imponiendo en una sociedad al límite del agotamiento físico y mental. En una obra publicada antes de la guerra de exterminio de Ucrania, Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis ensayaron un análisis filosófico, sociológico y político sobre el mal y la ceguera moral que van ganando terreno y adeptos en un mundo fragmentado y sin arraigo como el nuestro. En “Ceguera moral. La pérdida de la sensibilidad en la modernidad líquida” (2015) los autores acuñaron la palabra “adiáfora” para explicar el entumecimiento moral de una sociedad que ha perdido la noción de lo colectivo y, lo que es más preocupante, el respeto por la vida.

Ante ese desastre civilizatorio, que el COVID-19 junto con los padecimientos mentales ha agudizado, la propuesta de Bauman y Donskis parte del fortalecimiento de los lazos comunitarios, así como la apuesta por el amor, la lealtad y esa creatividad que nos permitirá humanizarnos para no perecer como especie. Una revolución ética que, sin dejar de lado la tarea de protección de la vida que le compete a cada Estado, debería empezar en el hogar, pero también en las escuelas, encargadas de preparar a nuestros niños para los desafíos que trae este siglo, marcado por el vértigo y miedo ante lo incierto. “No hay amor a la vida sin desesperación por la vida” señaló alguna vez Albert Camus. Aceptando lo relativo e incompleto de cualquier proyecto humano, así como la absurdidad que caracteriza a la experiencia vital, Camus propuso una “revuelta fructífera” que ayude a descubrir el significado –usualmente frágil y precario– de nuestro breve paso por el planeta. “En un mundo cuya absurdidad parece impenetrable, nosotros simplemente debemos alcanzar un mayor entendimiento entre los hombres, una gran sinceridad. Debemos elegir esto o perecer”. Para lograrlo, el autor de “La peste” esbozó un plan mínimo: franqueza, libertad (la comunicación era imposible con hombres sometidos a la servidumbre) y justicia. Una fórmula de diálogo que tal vez deberíamos considerar para esta etapa de autodestrucción.

Comparto, en el siguiente enlace, una conversación con César Azabache sobre la indiferencia, ceguera y el deber de ver:

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Carmen McEvoy es historiadora