Richard Webb

Uno de los principales obstáculos para el desarrollo de nuestra ha sido el conflicto social. Durante el primer siglo de la república, dos guerras internacionales –con España y luego con Chile– consumieron gran parte del avance productivo logrado en ese período. Luego, desde los inicios del siglo XX, un obstáculo mayor fue la inacabable guerra interna. A pesar de mi larga formación en universidades y en distintos trabajos profesionales, me tomó un tiempo largo llegar a comprender la centralidad económica de la paz social. Es que la ciencia del economista se concentra en la identificación de principios y políticas óptimas, con poca sabiduría cuando es necesario optar entre alternativas imperfectas o adivinar las psicologías que determinan las decisiones políticas.

Mi despertar se dio en la forma más inesperada imaginable. Durante 1983 participaba en una reunión de funcionarios del sector Economía con el presidente Fernando Belaunde. Se buscaba soluciones ante los estragos de un fenómeno de El Niño particularmente fuerte ese año, con gran daño para las ciudades y carreteras de la costa. Los técnicos habíamos estado insistiendo en la necesidad de reducir los subsidios otorgados a varios alimentos comercializados por empresas del Estado, incluyendo ENCI y Ecasa, un gasto que competía con la necesaria y urgente reparación de caminos y ciudades, y además con los gastos normales de inversión en carreteras y diversas obras públicas. Cuando la reunión fue interrumpida por la necesidad de buscar información adicional, nos encontramos repentinamente solos Belaunde y yo en el salón, mientras esperábamos el regreso de los demás. En ese momento pensé que podría aprovechar la situación para abundar en los argumentos a favor de la reducción de los subsidios. Mi argumento enfatizó la prioridad de las inversiones públicas, incluyendo las nuevas carreteras que constituían su sueño principal.

Me escuchó con su invariable cortesía, pero cuando terminé el argumento me contestó con una pregunta escueta: “¿Y mi ?”. Era un momento de extrema debilidad política del entonces presidente que gozaba de un apretado apoyo en el Congreso, pero, al mismo tiempo, sufría en algunos temas la oposición de algunos miembros de su propio partido. Seguía gozando de gran respeto de la población, pero el “capital político” que necesitaba para los planes y propósitos del resto de su mandato fácilmente podría evaporarse ante la elevación de los precios de alimentos que resultaría de una eliminación de subsidios. Desde ese momento siempre he tenido en cuenta la necesidad de ampliar la llamada “función de ” que formula la teoría económica para incluir, además de los acostumbrados factores de producción, el “capital político” mencionado por Belaunde. Ciertamente, cuando se trata de la producción representada por el gasto público, su realización requiere no solo el aporte de capital y de mano de obra que postulan los textos de economía, sino además del “capital político” que puede aportar un líder de gobierno.

Elevar la opinión pública al estatus de un necesario factor de producción, por lo menos cuando se trata de la obra del Estado, trae una evidente complicación para la gestión pública, especialmente en el contexto de la guerra social que ha sido casi permanente durante la república y en particular, desde inicios del siglo XX. La guerra social ha sido principalmente distributiva, evolucionado desde su aparición con los sindicatos de trabajadores de distintas actividades productivas y de gobierno, además de los movimientos campesinos, a expresiones más políticas como los partidos, y los movimientos terroristas. Es notorio que ese contexto de guerra política ha impactado sustancialmente en la actividad económica, no solo afectando inversiones públicas y privadas, sino también porque adiciona un criterio político a la evaluación de los gastos e inversiones tanto públicos como privados. La seguridad es parte inherente de todo cálculo que pretenda proyectar el retorno a una inversión y, lamentablemente, esos cálculos –a todo nivel de la pirámide económica– necesitan incorporar un criterio del futuro político.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Richard Webb es director del Instituto del Perú de la USMP