(Alonso Chero / El Comercio)
(Alonso Chero / El Comercio)
Juan Carlos Tafur

La situación de las mujeres en el Perú –que es terrible– puede empeorar. Bastaría que accedan al poder político los fundamentalistas de la moral cristiana que se han expresado recientemente en la denominada .

Es tan dramática la realidad que viven cotidianamente las mujeres peruanas que cualquier gobierno que se precie de moderno debería acometer como política pública afrontar este problema. La ultraderecha quiere, sin embargo, no solo impedir cualquier acción estatal en ese sentido sino, inclusive, retroceder.

Detrás de estas movilizaciones conservadoras anida el profundo temor machista por el cuerpo y el deseo femeninos. Los alienta un afán punitivo. ¿Tuviste sexo placentero? Pues ahora aguántate y ten tus nueve meses de “castigo”. ¿Te pusiste como escaparate y te violaron? Lo sentimos, asume las consecuencias de tus actos. ¿Eres muy coqueta y jugadora? Pues te quemo o te desfiguro, ataco tu cuerpo y asesino tu posibilidad futura de desear y disfrutar.

No es una lucha por la vida. Muy pocos de quienes enarbolan esa bandera deben creer efectivamente que estamos ante un acto de resistencia contra el progresismo moral que busca despenalizar el . Asistimos a la construcción política de una opción moral que pretende mantener el statu quo machista desde la represión estatal oficial, desde un Estado clerical.

No son, por cierto, la mayoría abrumadora que dicen ser. Solo un evidente afán manipulatorio puede hacer el milagro de convertir a 100 mil personas en casi 1 millón. No atarantan con su masa, aunque sí parezcan hacerlo con algunos políticos que se prestan al juego creyendo que así cosechan votos.

Están haciendo activismo político y cosechan en medio de la parsimonia de los sectores progresistas y liberales que han reducido su labor a la academia o a las inocuas redes sociales, mientras los ultras trabajan en calles y plazas, usando todos los mecanismos a su alcance (Estado, púlpitos, ONG, alcaldes, congresistas, empresarios).

Que existe una significativa pulsión conservadora en el pueblo peruano es innegable. Razones sociales y culturales la explican: desde la resaca de la violencia terrorista hasta el masivo proceso de migraciones rural-urbana, pasando por la creciente influencia evangélica o el masivo advenimiento de una nueva clase media. Será cuestión de que la ciencia social investigue cuantitativa y cualitativamente este proceso.

Pero hay otro Perú presente e histórico que marcha en sentido contrario. Fue ese país el que acompañó, por ejemplo, a Haya de la Torre cuando se opuso a que se consagrara al Perú el sagrado corazón de Jesús (¡en 1923!). O el que se inclinó electoralmente por Vargas Llosa a pesar de su público agnosticismo. Está presente también en ese bolsón antifujimorista que se moviliza contra el que ya es el más importante proyecto de edificación de un partido político conservador en el Perú.

La batalla por instalar la modernidad liberal en el Perú no está ganada, hay que librarla, y sus trincheras –bueno es tenerlo presente– no se hallan solamente en la burguesía ilustrada, sino también en un sector importante del pueblo, al que hay que saber acercarse y movilizar.

La del estribo: el Perú aún transpira por las heridas de la violencia subversiva y antisubversiva que nos devastó psicológica y materialmente por algo más de 20 años. El discurso cultural no ha sido ajeno a esa tragedia. Es imperativo ver, para seguir empapándonos de una reflexión crítica de esos hechos, la muestra retrospectiva del artista plástico Alfredo Márquez, que va en el Icpna de Miraflores, y la película “La casa rosada”, del recientemente fallecido cineasta Palito Ortega.