El poder detrás del trono, por Enrique Bernales Ballesteros
El poder detrás del trono, por Enrique Bernales Ballesteros
Enrique Bernales

A mi regreso de un reciente viaje a España, donde me situé en para seguir de cerca el tema del independentismo de un sector catalán, pensaba escribir largo sobre este asunto.

Sin embargo, tras dos semanas de ausencia, encuentro que ninguno de los problemas que dejé han entrado en un cauce de solución. Muchos de ellos se han agravado y aumentado porque nuevos escenarios de conflicto y más crisis institucionales se han sumado. A veces pienso que la situación del país se parece a esas pesadillas en las que una poderosa espiral te envuelve y te jala hacia el fondo. Un fondo terrorífico que nunca acaba.

Veo con tristeza la situación de riesgo planteada en Las Bambas, donde reclamos de los lugareños por modificaciones inconsultas en la ejecución del proyecto, por la nueva empresa que se ha hecho cargo de ese emporio, han alterado la paz social y puesto en peligro el acceso productivo a esa inmensa riqueza. Creí que por fin había mejoras en la respuesta del gobierno a la inseguridad ciudadana que afecta a la población, pero veo con horror que las bandas delincuenciales aumentan sus actividades criminales en cualquier parte del país. 

Pensé, iluso, que finalmente el Congreso daría un paso positivo en pro de una reforma electoral que para el gobierno del 2016 signifique el inicio de una recuperación de la institucionalidad democrática, en un contexto de fortalecimiento de los partidos políticos. Lamentablemente, las reformas son insignificantes y nos advierten que el quinquenio que se viene puede ser una repetición de la inestabilidad política y de la creciente ingobernabilidad del país.

Y aterrizo en esto último, porque creyente de la necesidad de los partidos políticos, veo con pesar el proceso de autodestrucción que reduce cada día más el espacio político y la representación del

Creo que el principal error del sucedió del 2006 al 2011. Es decir, cuando se preparaba para gobernar el país. Su primera y más importante tarea debió ser organizar partido, hacerlo programático y con cuadros altamente preparados y con capacidad para acompañarlo en un gobierno de partido.

No lo hizo, prefirió las alianzas electorales efímeras, el pacto iluso con quien trae votos. Las consecuencias las sufre hoy su gobierno y todo el país. De 47 representantes elegidos apenas le quedan 29. Unos se fueron por descontento y decepción, otros porque sufrieron manifiesta intolerancia partidaria, fruto de una mal entendida lealtad al presidente y a su esposa.

Flaco servicio ha sido para ambos la separación de , cuya conducta ha sido la de un amigo consecuente y no obsecuente. La de una persona de buen consejo, la del abogado inteligente y del político capaz de tender puentes de diálogo con los demás sectores políticos del país. Perder a este cuadro, como más temprano a quienes hoy son el grupo Dignidad y Democracia, a Jaime Delgado, a Sergio Tejada y apenas al inicio del gobierno a los elegidos por la izquierda, muestra que el presidente Humala no entendió nunca lo que es un gobierno de partido y cómo hacer del diálogo, la tolerancia y los consensos los instrumentos del buen gobierno.

Tiene que haber sido difícil para Humala gobernar sin partido, con una hoja de ruta ajena y con técnicos prestados, varios de ellos hábiles y bien preparados, pero con los que él no tenía ninguna relación. Por cierto, tuvo en los primeros años de su gobierno la ayuda invalorable de su esposa, pero es imposible cerrar los ojos y no admitir que con el correr de los meses la ayuda comenzó a convertirse en poder propio, con su costo grave de sospechas, suspicacias y rechazo popular. Una lástima porque en el corto plazo el nacionalismo ha perdido su principal cuadro político. Sin duda, se recuperará, pero debe saber desde ahora, como dice Marcel Proust, que es muy difícil recobrar el tiempo perdido.