Mauricio Chereque


Un sábado por la tarde, cuando tenía 10 años, mi padre llegó del trabajo y me dijo que tenía una sorpresa para mí. En aquel entonces me había visto inmerso en el universo de Star Wars, poco después del estreno del episodio tres, “La venganza de los Sith”, y pude ver la trilogía original en DVD a su lado. Pero, siempre me lo dijo, a él no le gustaba mucho Star Wars, a él le gustaba

La sorpresa de mi papá era la trilogía en DVD, por aquel tiempo los únicos filmes disponibles con historias de Indy, todo el resto del fin de semana quedé maravillado con las aventuras del carismático personaje encarnado por que se convirtió en una extraña forma de escapismo para millones de personas en la década de los 80 detrás de una melodía inconfundible compuesta por John Williams.

Primero en su aventura por encontrar el Arca de la Alianza en una carrera contra el tiempo contra los nazis acompañado de Marion Ravenwood, luego enfrentando un culto vudú acompañado de Short Round en la India (en la historia del personaje es una precuela) y luego en la búsqueda de su padre Henry Jones (interpretado de manera entrañable por Sean Connery) y del Santo Grial. Esta última cinta era nuestra favorita y la vimos decenas de veces en silencio como entendiendo que la película reflejaba un vínculo entre padre e hijo que buscábamos imitar.

Años después, en el 2008, acudí al con él a ver “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal”. Terminamos defraudados de una cinta que ponía al Perú como una imitación de México, que colocaba a Nazca en Cusco, que hacía que Indy sobreviviera a una bomba nuclear al interior de una refrigeradora, y que incluso presentó a su hijo Mutt Williams (con Shia Labeouf, que hizo lo que pudo con el guion que recibió) que tiene una escena inverosímil balanceándose entre lianas con monos en modo Tarzán. Esa cinta me hizo pensar que una etapa se cerró, me dolió ver lo que habían hecho con un personaje entrañable y entendí que era mejor que algunas cosas se quedaran en el pasado, en su mejor momento. Comprendí que, a veces, estirar mucho una historia puede hacerle daño a un personaje y a su legado.

Hace algunos años llegó la noticia de que Indiana Jones tendría un quinto y último filme. Al inicio, esta noticia me generó preocupación y pena. Sin embargo, hace algunos meses, me topé con el trailer; y la melodía de John Williams, los gestos de Harrison Ford y unas líneas de diálogo melancólicas fueron suficientes para despertar un nervio de nostalgia.

La semana pasada se estrenó “Indiana Jones y el dial del destino” y acudí a verla con la emoción de quien recuerda los mejores recuerdos de su infancia. El filme es un mejor cierre que el del 2008; emociona, interpela y cuestiona al espectador sobre el paso del tiempo con un Indy casi octogenario que se coloca su sombrero, viste su chaqueta y empuña su látigo por última vez.

Si bien tiene sus problemas, la cinta es una carta de amor a un personaje icónico, es un retrato del paso del tiempo, al amor por la historia y la arqueología, al cine de aventuras. En suma, es un adiós a una época y a una historia que cautivó a una generación, la de mi papá.

Le recomendé a mi padre que vaya a verla, que era mucho mejor que la última que vimos. Me dijo que le gustó, que el protagonista ha envejecido y que le dio pena que todos estén viejos. Cuando terminé el filme, las lágrimas corrían por mi rostro pensando lo mismo, los héroes, ni siquiera aquellos de ficción, duran para siempre y el paso inexorable del tiempo nos alcanza a todos.


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Mauricio Chereque es periodista