Uno de los rasgos más llamativos de la tercera ola de la democracia en América Latina es el aumento del poder de las cortes. Cortes supremas y constitucionales revisan la constitucionalidad de las leyes y los actos de gobierno, arbitran conflictos entre poderes y deciden en temas de libertades básicas y derechos socioeconómicos. Con sus decisiones en temas fundamentales, algunas celebradas y otras polémicas, las cortes han dejado de ser los actores secundarios del pasado.
El Perú no es la excepción. Tenemos un Tribunal Constitucional bastante activo desde la transición del año 2000. Con altos y bajos ha mantenido un nivel de autonomía que contrasta con lo que ha sido tradicionalmente la Corte Suprema e incluso su predecesor, el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Le toca al Congreso actual reemplazar a seis magistrados (de siete) cuyo plazo legal en el cargo ya venció. Nuestro sistema de elección preveía una renovación total cada cinco años. La destitución de magistrados durante el fujimorismo, y su retorno para completar sus periodos, permitió separar los nombramientos. En este tiempo se eligieron máximo cuatro magistrados a la vez. Pero la incapacidad de los congresos anteriores de elegir magistrados en un plazo razonable ha llevado a la situación actual.
El Congreso tiene la enorme responsabilidad de renovar el Tribunal en un momento crucial para la democracia. Durante el próximo quinquenio es probable que tengamos un Congreso fragmentado y un presidente con minoría, manteniendo una alta probabilidad de conflicto entre poderes. Hemos visto ya el tipo de leyes que puede aprobar un Parlamento donde la mayoría son amateurs con agendas pequeñas y sin fidelidad a sus partidos. El Tribunal debería ser un árbitro al conflicto y un freno a la irresponsabilidad.
Es muy difícil que este Congreso pueda cumplir con tan complejo encargo. Es una batalla perdida pedirle que no lo haga, tienen la competencia y el interés de hacerlo. Y nada, la verdad, asegura que el próximo Congreso será mejor. Hay que dirigir, sí, todas las baterías para demandar que el proceso sea meritocrático y lo más transparente posible.
Los primeros pasos dados esta semana no son nada auspiciosos. Parece que, como en otras ocasiones, los puestos se repartirán entre las bancadas que alcancen una coalición de 87 votos. En vez de elegir magistrados de calidad con un consenso amplio, lo que busca la norma, se repartirán los cargos entre cinco o seis bancadas.
No siempre el cuoteo es problemático. De hecho, se da en diversos países donde los grupos en el congreso emplean similares reglas de elección. La diferencia es que en otras sociedades se suele asegurar que los elegidos por cada grupo tengan ciertos niveles de calidad. Sin ese nivel, difícil oponerse al poder cuando deban hacerlo.
Lo más probable, quiero ser claro, es que nos espere este cuoteo mediocre. Con políticos sin una mirada de largo plazo y sin fidelidad partidaria es difícil que se preocupen por el costo político de nombrar mal. Pero hay un argumento que podría hacer que los congresistas se preocupen por la capacidad de los elegidos.
Algunas bancadas en el Congreso pueden ver en el Tribunal un seguro contra futuros males que podrían afectarlos. Elegirán desde la incertidumbre. No saben cómo les irá en la elección, tampoco si tendrán que enfrentar a un presidente expansivo buscando concentrar poder. Si tienen algún interés en seguir vinculados a la política, un tribunal mediocre puede ser un disparo al pie.
En esas condiciones, un buen seguro frente a la incertidumbre es un Tribunal legítimo y de alto nivel. Deberían intentarlo las bancadas que creen seguirán vivas el 2021. Implica dejar de lado los maximalismos e intentar que los nombrados tengan como principal criterio su nivel y prestigio, respetando la pluralidad. Un cuoteo desde el mérito. Puede que no alcance, pero siempre ha sido más fácil convencer apelando al interés que a la virtud.