Gobernabilidad de baja intensidad, por Beatriz Merino
Gobernabilidad de baja intensidad, por Beatriz Merino
Beatriz Merino

El actual proceso político peruano presenta, por primera vez en nuestra historia reciente, al gobierno sin mayoría parlamentaria ni modo de conformarla. Por consiguiente, la designación del Parlamento como “primer poder del Estado” en la Constitución adquiere una nueva dimensión. Asimismo, demanda redefinir la institución del primer ministro y su relación con el presidente de la República, el Congreso y el voto de confianza, así como su relación con la ciudadanía. Este nuevo escenario nos ha conducido –en el último tramo de nuestra vida republicana previo al bicentenario– a una singular variante de la situación que el historiador y científico político argentino Guillermo O’Donnell ha denominado “gobernabilidad de baja intensidad”. 

La gobernabilidad de baja intensidad se caracteriza por una profunda debilidad institucional en el país donde se manifiesta; donde el respeto a la ley, la sujeción al principio de autoridad y la representatividad de sus actores políticos no es reconocida ni aceptada en forma suficiente por sus ciudadanos, quienes en su mayor parte optan por generar pacíficamente sus propios espacios institucionales, pero que en otros casos suelen conducirse por la senda de la violencia. Como ese esfuerzo está matizado por diversos elementos simbólicos, culturales y emocionales, la conformación de la identidad política de los ciudadanos se produce por estos factores, antes que por la definición de sus derechos y los medios institucionales de los cuales disponen para ejercerlos.

Sumemos a todo esto, el fuerte presidencialismo en el Perú, el cual ha sido capaz de incorporar dentro del discurso y la acción políticas nuevas demandas como la solidaridad, el reconocimiento de la diversidad social, redistribución o equidad, y la asunción de nuevas identidades –mestizas, indígenas, afroperuanas, emigrantes, informales, etc.– que alimentan sobremanera las expectativas ciudadanas. Tampoco podemos pasar por alto que la idea de un presidente fuerte como garante de la unidad nacional y de la estabilidad ante la anarquía y el desgobierno no es nueva, ni en nuestro país, ni en América Latina. Ya Juan Bautista Alberdi, el gran constitucionalista argentino, decía que en esta parte de América eran necesarios e imprescindibles poderes ejecutivos muy fuertes en función de las guerras civiles y para generar la unidad nacional.

Entonces, la institución del primer ministro en el Perú alcanza hoy un nuevo desafío, el de mediar entre un Congreso fuerte y un presidencialismo fuerte. Más aun, en la búsqueda de la gobernabilidad democrática, su nuevo rol exige que –con la participación activa del Congreso y el presidente, corresponsables en alcanzarlas– se enfoque en armonizar el perfeccionamiento de la democracia política y el fortalecimiento institucional con el crecimiento económico y la equidad social. 

 A corto plazo, este desafío pasa por generar un nuevo sistema de frenos y contrapesos del poder político que garantice la gobernabilidad democrática, lo que se logra fortaleciendo la institución del primer ministro, otorgándole poder o dotándolo de un espíritu parlamentario, con el único propósito de fortalecer la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Debemos tener claro que un primer ministro dotado de poder y legitimidad política por el presidente, el Parlamento y la ciudadanía es capaz de llevar a cabo reformas estructurales sin mellar la institución presidencial y convertirse, a la vez, en el pilar de la gobernabilidad democrática. 

 Esto se traduce en mejorar la transparencia y la buena gestión gubernamental, reduciendo los “tratos bajo la mesa” que han sido moneda corriente en el Estado, eliminando progresivamente funciones yuxtapuestas dentro del Estado, reduciendo procedimientos burocráticos y estableciendo sistemas de control de calidad de la gestión gubernamental, en los tres poderes del Estado. Este desafío se supera mejorando la calidad de la inversión y el gasto social, así como haciendo una reingeniería profunda en los sectores de salud y educación. Estas son tareas aún pendientes de nuestra República.

 A largo plazo, se trata de convertir la educación en el instrumento para alcanzar la gobernabilidad democrática, pues es verdad lo que señalara el pensador y educador peruano Augusto Salazar Bondy, “la educación se justifica en cuanto prepara para la libertad y la autonomía de las personas”. Es la educación la mejor herramienta para tener ciudadanos reales y no imaginarios, con capacidades, sujetos activos en los procesos políticos. Solo esto nos permitirá alcanzar la gobernabilidad democrática. 

Del mismo modo, el reto es también luchar contra la corrupción, que impide el crecimiento económico, fomenta la desigualdad social, deslegitima el sistema político y canaliza de mejor manera el descontento social. Aquí, reducir la discrecionalidad de los funcionarios públicos, transparentar sus actos y eliminar la regulación excesiva son las tareas a seguir. 

Finalmente, resulta necesario un “nuevo pacto social” entre los actores políticos y los ciudadanos, un proyecto compartido que se dirija a resolver los viejos y nuevos problemas del Perú. Eso es posible e indispensable. Sin embargo, debemos mantenernos alerta. Si alguno de estos actores no cuenta –o deliberadamente no quiere contar– con las bridas institucionales indispensables para un ejercicio sobrio del poder, lo único que se fortalecerá –todavía más– en la sociedad peruana será el débil respeto a la ley, a las instituciones e incluso al mismo principio de autoridad. 

Es pues responsabilidad del Congreso, el presidente y el primer ministro decidir cómo ejercer el poder y, antes que desbarrancar a la nación, encumbrarla. Que así sea.