Un acto valiente y una decisión llena de determinación y humanidad: así lo catalogaron sus correligionarios. Una comedia lacrimógena, una tomadura de pelo y una burla a la democracia: así se refirieron, en cambio, sus detractores. El presidente del Gobierno Español, Pedro Sánchez, no dejó a nadie indiferente con su último acto.

Luego de cinco días en que tuvo en vilo a España y Europa entera tras anunciar que se retiraba a reflexionar sobre si debía continuar al frente del gobierno debido a la campaña de “acoso y derribo” contra él y su esposa Begoña Gómez, el líder socialista decidió quedarse en el puesto. Y de paso atizó aún más la polarización que se vive en su país en los últimos años.

Las casi 120 horas en que Sánchez desapareció de escena dieron para varias cosas: primeramente, para que la fiscalía pidiera archivar el proceso contra Gómez por la supuesta comisión de delitos de tráfico de influencias y corrupción y para que el colectivo denunciante Manos Limpias reconociera que se basó en noticias aparecidas en la prensa.

También para que los simpatizantes del PSOE se movilizaran y salieran a las calles de Madrid a pedirle a Sánchez que no dimitiera. Aunque no fue un número impresionante de gente, sí fue suficiente para masajearle el ego al mandatario.

Y, por supuesto, para disparar la creencia -entre la derecha representada por el PP y Vox- de que se trataba de la última maniobra de un político muy astuto proclive a jugadas de efecto para favorecerse y salir reforzado del lío generado.

Pasada entonces la incertidumbre y logrado su cometido de mostrarse como la figura única y sólida del PSOE, acaso a Sánchez le vendría bien poner en práctica lo que Yolanda Díaz, número tres del Ejecutivo y jefa de Sumar (partido de izquierda radical aliado de los socialistas), pidió mirándolo de reojo: quitarle un poco de melodrama a la política. Porque ahora sí quedó claro que terminará su gestión, ¿o habrá alguna otra sorpresa?

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