Renato Cisneros

En las orillas del Támesis, a unos cuantos pasos del Millennium Bridge, flanqueado por una pizzería, un restaurante griego y las acristaladas instalaciones del Tate Modern, se erige un teatro en cuyo frontis los visitantes de Londres –actores o no– detienen su marcha para sacarse, como mínimo, un ‘selfie’. No es para menos tratándose del Shakespeare’s Globe.

Aunque las guías turísticas suelen catalogarlo como «el teatro de», este no es propiamente el Globe Theatre isabelino donde se estrenaron “Ham-let”, “Macbeth”, “El rey Lear”, etcétera, sino su réplica. El Globe auténtico fue demolido en 1644, pues sus estructuras de madera quedaron muy dañadas tras un incendio ocurrido años antes. El nuevo recinto, construido e inaugurado en 1997, está situado a unos doscientos metros de donde quedaba el original y, aunque tiene menor capacidad (caben 1500 personas, menos de la mitad del aforo del antiguo local), mantiene el diseño, la estructura ovalada, así como la costumbre de exhibir obras solo entre abril y octubre por razones puramente climatológicas: descubierta una amplia sección del auditorio, los asistentes allí reunidos quedan expuestos a las lluvias que caen sobre la ciudad el resto del año.

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En el siglo XVII, esta zona de Londres era parte del extrarradio y estaba considerada de mal vivir. Cuando el Globe apareció tuvo el discutible privilegio de compartir las inmediaciones con un surtido conjunto de tabernas y prostíbulos que gozaban de gran popularidad. Tales negocios no eran la única competencia para los jóvenes dramaturgos. Muy cerca de allí se encontraban las arenas de lucha de animales, donde los transeúntes acudían masivamente a apostar su dinero en las sanguinolentas peleas de perros contra toros o contra osos encadenados. Esos famosos espectáculos eran algo así como el Netflix de la época, y Shakespeare y sus colegas debían darse cabezazos en la pared tratando de imaginar cómo atraer al público hacia sus puestas en escena que, siendo económicamente muy accesibles, podían parecer modestas o soporíferas frente a semejante menú de entretenimiento paralelo: mujeres, alcohol y bestias sacándose literalmente las entrañas.

Aquellas alternativas espectaculares, sin embargo, parecían satisfacer solo el morbo y las urgencias corporales, así que Shakespeare optó por adentrarse en los fondos del alma humana para escribir (y mostrar) historias sobre pasiones, celos, traiciones, venganzas y crímenes. Tantos siglos después esas historias continúan siendo utilizadas, deformadas y canibalizadas hasta el cansancio, pero durante aquel tiempo el abordaje poético de los asuntos de la intimidad, que confrontaba al espectador con sus dobleces y contradicciones morales, representó un novedoso triunfo estético.

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Se cuenta que las actuaciones en el Globe eran tan profesionales que la gente creía que las muertes ocurridas en el escenario habían sido reales y por eso, después de la función, los actores –no había actrices, no las dejaban trabajar– salían a un balcón para demostrarle a la multitud que seguían vivos. El número de personas que cultivó el pasatiempo de ir a ver obras comenzó a incrementarse y la Iglesia no tardó en tomar nota de ello, lanzando una feroz campaña de desprestigio contra el Globe, llamándolo “el nido del demonio”. A algún pionero del márketing teatral se le ocurrió contestarles a los clérigos diciendo que dentro de ese local se hallaban reunidos el cielo (el techo del teatro), la tierra (el escenario) y el infierno (las galerías de menor coste), lo que debió haber provocado más de una taquicardia entre los sacerdotes.

Hoy la gente pasa delante del Shakespeare’s Globe como si de un santuario se tratase. La mayoría lo usa de conveniente telón de fondo para la foto posera de rigor, pero los más afanosos lo toman como punto de partida de un peregrinaje culturoso de múltiples paradas que indefectiblemente desemboca en The Mermaid Tavern, distinguida chingana donde el autor de “Romeo y Julieta” consumaba notables borracheras con sus amigotes escritores. En una de las mesas del Mermaid escribió Enrique IV y le hizo decir al protagonista, el vanidoso y cobarde John Falstaff, esta línea que es solo un trasunto de su propia afición a la bebida: «si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería abjurar de brebajes ligeros y dedicarse al jerez». Salud. //

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