Renato Cisneros

La presentación de Ricardo Gareca como nuevo técnico de Chile ha herido la susceptibilidad patriótica de muchos peruanos. Ni los callos dejados por la guerra del Pacífico, ni la agotadora disputa por la denominación de origen del pisco sour provocaron tanto coraje en estas almas hipersensibles que no logran comprender cómo es posible que un adulto mayor acepte una oferta de trabajo.

Después de lo vivido entre Gareca y el país dentro y fuera del terreno puramente futbolístico uno puede llegar a entender la incomodidad del hincha, incluso la decepción o la amargura, pero no el malagradecimiento. Al mismo hombre que le devolvió la esperanza a un pueblo, que se convirtió en líder simbólico de una sociedad huérfana de figuras inspiradoras, y al que hasta hace pocos años le rendían pleitesía pidiéndole incluso que se nacionalizara para postular a la presidencia, a ese mismo señor ahora le gritan «traidor», «desalmado», «ingrato», «mercenario».

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La controversia podría llegar a ser penosa si no fuera tan ridícula. Le reprochan a Gareca «no respetar los códigos del fútbol», esa norma no escrita según la cual un futbolista o técnico no debería pasarse al lado oscuro de la fuerza, es decir, firmar por el rival de toda la vida, defender la camiseta del enemigo.

Permítanme disentir. Una vez que consiguió el milagro de llevar al Perú a un Mundial después de treintaiséis años, digo más, una vez que consiguió ese milagro y nos puso en el umbral de un segundo Mundial consecutivo, Gareca —frente al público peruano (al menos frente al sector pensante de ese público)— se ganó el derecho a cualquier cosa, cualquiera, incluso a ponerse el buzo chileno después de dejar el peruano; mejor dicho, después de que se viera forzado a dejar el buzo peruano. Porque no nos olvidemos —y esto es algo que parecen ignorar los amnésicos líderes de opinión que han salido de sus mazmorras a ventilar su indignación contra el ‘Tigre’— que la Federación Peruana de Fútbol, concretamente su presidente, el lamentable Agustín Lozano —quien, según la Fiscalía, es presunto líder de una red criminal enquistada en la FPF—, fue el principal responsable de que se frustrara la continuidad de Gareca como técnico de la selección. Quienes conocen a Ricardo y estuvieron cerca suyo en aquellos meses lo dicen sin ambages: Gareca quería quedarse en el Perú, estaba absolutamente familiarizado con el medio y compenetrado con los jugadores. Es cierto que su salario era alto, quizá altísimo para los estándares locales, pero no fue él quien bloqueó la puerta de la negociación, fueron los directivos.

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Una vez desempleado, ¿qué le tocaba hacer? Pues lo que hace un desempleado: buscar trabajo. Y aunque él habría querido seguir dirigiendo en nivel selección, se fue a un club, a Vélez Sarsfield, y le fue mal, pésimo, duró apenas doce partidos. Y tal vez la experiencia resultó fallida porque Gareca se había acostumbrado en el Perú al papel de seleccionador, quitándole prioridad al trabajo de campo, tarea demandante en un club. Esto nos recuerda otro mérito de su paso por la Videna: no se limitó a definir estrategias, pulió jugadores, los moldeó, los empoderó, los convirtió en los mejores futbolistas que podían ser. Pero todo eso parece haber sucedido hace medio siglo al lado de su nueva realidad laboral.

Personalmente, sí, preferiría que sea entrenador de Hungría, de Jamaica o Canadá, pero resulta que las federaciones de esos países no lo buscaron, lo buscaron los chilenos y acordaron con él un contrato que los directivos peruanos no supieron proponerle (es irónico advertir que varios de los que hoy empapelan de insultos al entrenador argentino son acérrimos defensores del libre mercado, sistema que permite a cualquier persona proceder según las reglas de la oferta y la demanda, que es precisamente lo que ha hecho Gareca).

No seamos mezquinos con un hombre que hizo bien su trabajo, que nos alegró la vida, que nunca maltrató a nadie, que se volvió ídolo genuino en un país donde no abundan los ídolos genuinos. Salvo cuando enfrente al Perú, deseo sinceramente que le vaya no bien, sino muy bien. Estoy seguro de que somos más, muchísimos más, los peruanos que solo podemos expresarle gratitud. //


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