Renato Cisneros

Dejas a tu hija en el patio de primaria por primera vez. La ves interactuar con sus amigos, conversan, quizá están contándose lo que ha hecho cada uno en vacaciones. Hasta hace poco, todos iban al local de infantil, ahora, en este edificio, con el uniforme más apretado, se ven mayores. Los padres, tan o más emocionados que los niños, sacan fotos y graban videos para la inmortalidad de las redes sociales. Alguno se traga el lagrimón.

De pronto, miras a tu hija y ya no es solo tu hija, sino una fugaz reencarnación tuya a los seis años. Entonces te resulta inevitable distraerte, irte mentalmente del lugar, traspasar las épocas como si fuesen velos, y volver por un instante a la primaria del colegio donde te tocó estudiar, el Carmelitas de Miraflores, o más concretamente al patio del colegio, escenario de ciertos momentos que ahora afloran como fotogramas percudidos que, con algo de esfuerzo, recobran cierta, lejana nitidez.

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Aquel patio era, en realidad, una cancha de fulbito de cemento. Pero no era cualquier cancha, sino la legendaria canchita de los campeonatos veraniegos de los años ochenta, donde llegaron a jugar ‘cracks’ como Germán Leguía, Franco Navarro, Eduardo Malásquez o el ‘Pato’ Cabanillas. En las tribunas, la fiesta se prolongaba con tal éxito que chicos y chicas de los barrios aledaños acudían a los torneos motivados no tanto por el fútbol, sino por la posibilidad de conocerse y de ligar.

En los días de colegio, en ese mítico patio, a los alumnos les estaba prohibido correr; si desobedecías, un brigadier de seguridad (los ‘Safeties’) te castigaba mandándote a un rincón de las gradas, donde solo podías divertirte dejando abierto el broche de las loncheras ajenas para que luego sus dueños pasaran vergüenza al ver cómo el contenido rodaba por el suelo.

En los recreos, el punto más solicitado de aquel patio era, sin duda, el quiosco: las mismas monjitas norteamericanas que nos enseñaban religión, las ‘Sisters’, vendían allí unos dónuts de chocolate espolvoreados con azúcar que resultaban más gozosos, luminosos y gloriosos que todos los misterios del rosario.

En ese patio recité frente a todos un poema a la bandera, en la que podría considerarse mi segunda presentación en público (la primera había sido en un concierto de la banda musical de el nido, donde toqué el triángulo en cinco ocasiones, sin que eso influyera significativamente en el balance del espectáculo).

En ese patio de losas verdes anoté un gol espectacular (o que antojadizamente evoco como «espectacular») durante una clase de Educación Física. El profesor, Ángel Meza, buzo marrón, gafas oscuras, bigote oscuro estilo Pinochet, no dudó en elegirme el mejor jugador del partido, lo que despertó la comprensible indignación de Pancho Martineck, el flaco gambetero acostumbrado desde chico a ser número uno.

En ese mismo patio mi hermana mayor, disfrazada de querubín, actuó en un show navideño cantando un villancico en inglés que, hasta hoy, más de cuatro décadas después, entona puntualmente cada Nochebuena (eso sí, desprovista del disfraz).

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En una de las esquinas de aquel patio se hallaba una misteriosa puertecita de metal que daba a la calle Chariarse; por allí ingresaban «los alumnos de la tarde», los chicos de la escuela vespertina parroquial. A veces, durante la salida, nos cruzábamos con ellos, nos mirábamos con mutua extrañeza y quedaban flotando en el aire preguntas que nadie se molestaba en formular.

En ese patio aprendimos a cantar, además de los himnos del colegio y del Perú, una bonita canción de 1982, «That’s What Friends Are For», que —esto lo ignorábamos por completo— formaba parte del ‘soundtrack’ de «Night Shift», comedia de Ron Howard donde dos tipos montan un negocio de prostitución en una morgue.

En ese patio Lauren Villacorta me recriminó por haberle dejado una carta de amor en el casillero, y en ese patio mi amigo Jaime Gabaldoni (hoy convertido en famoso experto automovilístico de Telemundo) me rompió en dos la figurita del brasileño Josimar, la última que me faltaba para llenar el álbum de México 86. No he perdonado a ninguno de los dos.

El timbre del colegio me hace reaccionar y me devuelve al presente. Mi hija entra a su salón, se sienta en el pupitre, oye las primeras indicaciones de su nueva profesora de Matemáticas. Cuando me descubre espiándola desde una ventana, me hace una señal inconfundible. Es hora de marcharse, de dejarla sola, en su nueva etapa, en su propio patio. //


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