Renato Cisneros

La muerte de una celebridad hace que millones de personas en el mundo padezcan de un mismo síndrome que no sé si ha sido bautizado. Apenas se toma nota del suceso, se implanta una urgencia voraz por revisitar la biografía, repasar la obra, sopesar el legado del fallecido y enseguida contarlo en algún medio. Es como si todos quisiéramos escribirle al muerto su obituario. Quizá solo sea una forma de decir adiós, de aproximarse a los ídolos tardíamente, por última vez. O quizá es una manera de constatar que, después de todo, incluso ellos, mujeres y hombres tan notables, talentosos y legendarios, no eran menos mortales que el resto. Lo innegable es que necesitamos entrar en contacto con la parte más viva del ausente, con aquello que lo hizo luminoso, que lo trasciende, por lo cual seguramente será recordado durante décadas.

No soy ajeno a esa ansiedad. Por ejemplo, muere la reina Isabel II y en minutos me pongo a ver sendos capítulos de The Crown, y me siento en la obligación moral de terminar las temporadas que me faltan, y lamento no haber estado jamás en Reino Unido ni tener ninguna experiencia esencialmente británica que compartir en redes, pues mi bagaje en ese sentido, como el de tantos otros, se restringe al consumo indiscriminado de la salsa inglesa y al uso eventual de la llave inglesa.

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Otro día, o el mismo, muere Marciano Cantero y me paso la mañana entera escuchando los primeros discos de Los Enanitos Verdes, y se me hace inevitable evocar la época en que oía esas canciones; y así como vuelven a mi mente las fiestas con minicomponente en casa de amigos donde bailaba como un poseso Por el resto o Te vi en un tren, también vuelven los mazazos sentimentales que hicieron más sencillo el aprendizaje de los temas tristones, y de pronto me veo en alguna patética noche de los 90, cabizbajo en la barra de cierto bar hoy inexistente, balbuceando el coro de Luz de día o, peor, la intro de Mi primer día sin ti, y me sorprendo (para mal) de lo intactas que permanecen esas letras en mi memoria.

Otro día, o el mismo, muere Javier Marías y me detengo frente al anaquel de la biblioteca donde apilo ediciones de sus novelas compradas hace años en Lima, y me echo a releer páginas enteras de algunas de ellas (obligadamente Corazón tan blanco, Los enamoramientos y Mañana en la batalla piensa en mí) y no puedo dejar de preguntarme por qué subrayé aquellas líneas que hoy me parecen tan poco persuasivas, en lugar de estas otras, evidentemente geniales, y recuerdo a esa ex novia que se enojaba mucho cada vez que me oía hablar en público, emocionado, de esa controvertida teoría de Marías según la cual una pareja solo puede triunfar si ambas partes aprenden a guardar sus secretos.

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Otro día, o el mismo, muere Jean-Luc Godard y el flashback a las clases de cine de Ricardo Bedoya en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima es automático. Como una forma de homenaje póstumo, navego de plataforma en plataforma con la misión autoimpuesta de ver un miniciclo de Godard, y anoto una lista de las películas que no pueden faltar, películas que aprendí a querer en las clases de Bedoya, y pienso en Alphaville, El desprecio, Pierrot el loco, y Elogio del amor.

Pero, claro, al final no veo nada, porque no he terminado con The Crown ni con los Enanitos ni con los libros de Marías, y de repente me entero de que ha muerto también Irene Papas y reprimo mis ganas de ver siquiera el tráiler de Zorba, el griego, porque ya no hay tiempo, y debo recoger a mi hija del colegio, hacer las compras del mercado y terminar de escribir la columna semanal donde pienso quejarme abiertamente de cuánto nos complican la vida los famosos cuando se mueren en racha. //

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