En el Perú no existen electores orgullosos, por Renato Cisneros.
En el Perú no existen electores orgullosos, por Renato Cisneros.
Renato Cisneros

En el Perú no existen electores orgullosos. ¿Quién podría sentirse mínimamente satisfecho con la gestión de los políticos a quienes hemos venido eligiendo para gobernarnos?

Si espulgo mi propio historial de elector en contiendas presidenciales, solo queda el bochorno. Toledo, en el 2001; García, en el 2006; PPK, en el 2017. Un fugado, un suicida, un preso; los tres por idénticas razones. Si añado el ámbito municipal al ranking, el elenco se completa con la detenida Susana Villarán, por quien voté en el 2010. Todos ellos, en su momento, se proclamaron como alternativa ante candidaturas peligrosamente autoritarias o directamente mafiosas, pero a la larga terminaron cayendo en comportamientos inmorales similares a los que juraron combatir.

¿De quién es la culpa? ¿Del político que se descamina, apartándose del modelo que ofreció? ¿O del elector, que persiste en el equívoco? La culpa, sospecho, es más nuestra que suya.

Lejos del acto de fe, el voto es un acto cívico que genera responsabilidades, sobre todo cuando los resultados no son los esperados. Hoy la responsabilidad de quienes elegimos mal pasa por reconocer los delitos y llamar las cosas por su nombre, ejercicio que con descaro (o cinismo) evitan quienes muestran lealtad, no a las ideas, sino a los personajes que transitoriamente parecieron encarnarlas pero que nunca fueron sus depositarios auténticos. Tanto Toledo como García, Humala y Kuczynski son parte de un mismo sistema corrupto (sistema que vivió su esplendor durante el fujimorismo) y del cual Villarán es la última pieza (o penúltima: falta dilucidar el papel de Castañeda Lossio en el entramado Lava Jato).

Villarán delinquió al financiar la campaña antirrevocación del 2013 con dinero de Odebrecht y OAS, empresas que –al margen de lo mucho o poco que se supiera de ellas en aquel momento– tenían vivo interés en las concesiones municipales. El conflicto ético era clarísimo. Encima, la ex alcaldesa manipuló convenientemente un discurso de ‘honestidad’ y ‘manos limpias’ a sabiendas del tipo de fondos que había recibido. En esa oportunidad, quienes votamos por el ‘NO’ lo hicimos, creo, por dos razones: 1) encontrábamos injusto prohibirle el mandato de cuatro años al que democráticamente accedió y 2) detrás del pedido de removerla no se veía a un conjunto de ciudadanos desinteresados lamentando activamente que Villarán no haya cumplido tal o cual promesa electoral, sino a un grupúsculo de tinterillos con más ganas de tumbársela que de sacar la ciudad adelante.

Ella no estuvo a la altura de la confianza recibida y siguió liderando Lima con un confuso sentido de lo prioritario, dejándose llevar por la obscena falta de reflejos políticos de sus asesores municipales. Pero su completo extravío quedó probado cuando, tras culminar el mandato, en lugar de asumir el saldo de su fallida administración, tomar distancia, cumplir su promesa de no participar en justas electorales y recuperar, desde ese margen, algo del liderazgo que alguna vez ostentó, en lugar de eso, optó por integrar la plancha presidencial de Daniel Urresti. Aquel disparate ahora solo se explica como una ciega obsesión por mantener una cuota de poder, es decir, de inmunidad, que acaso pudiera blindarla ante cualquier investigación. Habría sido sano para ella reinventarse lejos de la política. Hoy está merecidamente en prisión.

Pese a todo lo sucedido, pese al desengaño reinante, no flaqueemos, no permitamos que se nos imponga el miedo a fallar. Tenemos que seguir defendiendo las ideas en las que sinceramente creemos, aunque la persona que elijamos para llevarlas a cabo termine deshonrándolas. Tenemos derecho a guardar expectativas de un futuro limpio. Si perdemos esa ilusión, si somos débiles y nos volvemos descreídos, le abriremos la puerta, de par en par, a la manada de lobos que merodea por ahí, a la espera de que bajemos la guardia y tiremos la toalla.

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