Renato Cisneros

Me temo que no está lejos el día en que, para determinar en qué estación del año nos encontramos, o para saber si esa masa de agua salada, vasta y grisácea que descansa al borde de litoral puede seguir recibiendo el nombre de mar peruano, o para precisar si la calle es calle y la selva es selva, tengamos que recurrir al Tribunal Constitucional. O a una misión de la . No está lejos el día en que, para dilucidar aspectos nacionales que hasta hace poco eran o parecían unánimemente obvios, debamos apelar a tribunales que sepan decirnos qué diablos pasa en este país en el que sentarse a conversar, ya no digamos ponerse de acuerdo, se ha convertido en misión titánica para los actores políticos (aunque no solo para ellos). Y si esas instancias supremas no fallaran al gusto de quien reclama su concurso, entrarán a tallar entidades de otro orden, acaso cósmicas, divinas o paranormales, y entonces ya podremos considerar que, doscientos años más tarde, el Perú ha claudicado de su libertad republicana para retornar al primitivismo anterior a la colonia. Ese día no está lejos.

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En esta temporada prenavideña, más que atravesar una nueva crisis de gobernabilidad, queda la sensación de que nos dirigimos hacia un ineludible triángulo de las Bermudas. Con tantas consultas a magistrados y comisionados extranjeros, queda demostrado, primero, que hemos perdido la capacidad de gobernarnos por nuestra propia cuenta; y segundo, que la democracia tal como se entendía ha sido volatilizada, a tal punto que ahora prácticamente todos los incisos de la Carta Magna son susceptibles de interpretaciones y lecturas antojadizas. Dentro de poco los ilustres juristas del medio serán convocados de urgencia hasta para aclararnos el artículo primero, porque a este paso ya no habrá una sola definición para conceptos tan básicos como “defensa de la persona humana” o “respeto de su dignidad”. De hecho, varias de las consignas que hemos oído y leído esta semana de parte de ministros y congresistas, y replicadas por sus correspondientes esbirros, hacen puré el espíritu del artículo que abre nuestra Constitución. Pienso, por ejemplo, en la frase “matar o morir” con que un puñado de legisladores eligió ilustrar la actitud que debe asumir el Congreso en su enésima adolescente medición de fuerzas con el Ejecutivo. Al confrontarla con las encuestas recientes (que indican un 86% de rechazo al Parlamento), esa expresión de guerra pierde todo su efecto, pues quien la enuncia está más cerca del desahucio público que de la épica institucional: un zombi jugando a ser el último mohicano.

El adversario iguala y por momentos supera ese nivel de patetismo conformando un gabinete con varios integrantes, cuya sola presencia, dados sus antecedentes o su impericia, invita a la interpelación y la censura; y liderado por una primera ministra que del amor ha pasado súbitamente al encono.

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El espectáculo es penoso por los cuatro costados. Los que tienen la obligación de darle al país una dirección ocupan su tiempo en destruirse belicosamente, disputándose verdades inconsistentes. Unos actúan para protegerse de una mano golpista que no golpea y los otros insisten en derrocar a un dictador que no dicta. Distraídos en ese duelo fantasioso hecho a la medida de su angurria, dejan avanzar la corrupción, abandonan sectores fundamentales y soslayan conflictos que en cosa de días serán estallidos violentos.

Si cabe una analogía oftálmica para ubicar responsabilidades, permítaseme decir que, a la creciente, irreversible miopía del gobierno se suman el severo astigmatismo de la oposición, las inoperables cataratas de la prensa, la hipermetropía crónica del empresariado y la presbicia de una sociedad civil aplatanada, todo lo cual da como resultado un país sumido en la ceguera, sin un solo tuerto en el horizonte interesado en redimirlo de la oscuridad. //

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