Jaime Bedoya

Tiempos mediocres reclaman lisonjas extraordinarias. Cuando el liderazgo brilla por su ausencia, la orfandad transforma la adulación en moneda de cambio que sirve por igual a ambas partes, adulado y adulador. A ambos se les cae la baba por el otro.

Por un lado, conforta a una auto estima carenciada, mientras que al otro extremo gratifica a quien encuentra en la lisonja un atajo para llegar a un fin personal. Así, el sobón se fabrica una importancia sostenida sobre el gelatinoso pedestal del lisonjeo. Ahí, rebotando, es feliz.

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Un gobierno como el actual es fértil campo de cultivo de la pegajosa dinámica de la adulación. Eso que superficialmente resulta pintoresco es también un peligro. Un vicio político. A través del cultivo del orgullo induce a un deseo desmedido por el poder que alimente esa fantasía sobona que lo rodea.

Esta dinámica explica la tipología de las decenas de ministros que han acompañado al actual presidente, así como desnuda el minué de lisonjería con que un experto en la materia, el ministro de Cultura Alejandro Salas, despide al primer ministro que se va:

- GRACIAS, dejas mucha enseñanza.

Tamaña filigrana brutal de sobonería hacia una personalidad tóxica y proclive a la discordia es un ejemplo maestro de la naturaleza de la adulación: no tiene que ser cierta ni sensata. Por el contrario, la falsedad y la exageración nutren su temperamento, desproporción empalagosa que camufla una estrategia personal. Detrás de todo elogio escandalosamente exagerado siempre hay una ventaja personal en construcción.

Pero hasta en la sobonería hay jerarquías. En el nivel inferior está el complaciente, que se destaca por desbordarse en amabilidades y en seguir órdenes tal como una sombra sigue al sol, pero sin esperar beneficio alguno. Un chicheñó a carta cabal. Brotan espontáneamente, como los hongos.

El servil está por encima de este, pero ratonea con usufructos menores, debajo del límite de sustracción de patrimonio como para ser considerado robo. Todo lo que sigue, y que ya implica un interés considerable escondido, entra en terrenos de la sanción social, coloridamente expresada en el catálogo de términos para referirse al sobón.

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Franelero, es amable, tierno e higiénico. Adulete es el que busca ridiculeces como recompensa a sus halagos. Ayayero convierte la onomayopeya en adjetivo para decir lo que tiene que decir. Bocabajo, es una expresión portorriqueña que anatómicamente engloba la sumisión del susodicho. Las demás variantes incurren groseramente en el uso de la lengua, boca, nariz y succión, iniciando un desagradable recorrido de gratificación que arranca desde el suelo en virtud del lamesuelas y el chupamedias.

Para desgracia del adulador profesional la sobonería tiene antídotos. Uno de ellos es el amor propio. Este detecta el ridículo camuflado tras lo desmedido. El otro antídoto es aristotélico. El filósofo griego ubica un punto medio entre la adulación y la hostilidad: la amistad sincera. Aquella que no alaba cualidades que no existe, pero que tampoco rebaja las que verdaderamente hay.

Castillo está un poco tarde para desarrollar amor propio. Pero a todas luces necesita un amigo. No alguien como el ministro Salas que lo dice que lo que sucede es obra de vacadores temerosos de su ánimo reivindicatorio de las grandes mayorías postergadas a quien el, digno hijo del pueblo, representa como auténtico rondero y maestro rural.

Ni alguien como su abogado que, con habilidades propias de un tragasable lo alaba comparando los balbuceos presidenciales con los dichos de Julio César. Ni el amor exagera tanto.

Castillo no necesita un sobón más. Necesita a alguien que le diga que es hora de irse.

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