Renato Cisneros

Cómo olvidar la noche del 24 de diciembre de 2017. Estaba saliendo en auto de casa de mi madre rumbo al supermercado a comprar las provisiones faltantes para la celebración navideña cuando una seguidilla de golpes iracundos en la ventana me estremeció. Pensé que podía tratarse de un asalto, pero al girar la cabeza vi a mi tía Elisa, con el rostro desencajado por la euforia o la excitación, gritando «¡soltaron al Chino, carajo, soltaron al Chino!». Mi tía, hasta la médula, me restregaba en las narices la noticia del indulto y sus carcajadas, a medio camino entre las de Martha Chávez y Vincent Price, resonaban ahora en toda la cuadra. Solo atiné a devolverle una sonrisa hipócrita y a pisar el acelerador, ya no pensando en los frutos secos que debía comprar para el relleno del pavo, sino maldiciendo a todas las ramas del árbol genealógico materno del presidente Kuczynski.

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Tres horas más tarde, la cena de Nochebuena era un desastre. Nadie cantaba villancicos, nadie recordaba anécdotas de la infancia, nadie comentaba la decoración del nacimiento. El avinagrado tema de conversación seguía siendo la descarada excarcelación del dictador. Mi tía, desde un extremo de la mesa, radiante de felicidad, me dedicaba unos brindis cachacientos que yo recogía con mi mejor gesto de pastorcito de Belén. Por dentro, ardía en ganas de lanzarle el puré de manzana por la cabeza. «¡Esto es obra del Niño Jesús!», vociferaba la tía Elisa, cada vez más traspasada de espumante, confundiendo a los sobrinos pequeños a quienes solo les interesaba examinar las nubes para ver en qué momento aparecía el trineo de Santa.

El azar me concedería una pequeña revancha simbólica al momento del intercambio de regalos, pues producto del sorteo la tía Elisa resultó ser la beneficiaria del paquete que yo había colocado bajo el árbol. Fue conmovedor verla desgajar el papel crepé con entusiasmo, en medio del coro infantil «¡que lo abra!, ¡que lo abra!», y luego notar su rictus de decepción al descubrir un minipack de jabones de caléndula. «¡Con todo cariño, tía!», le aclaré desde mi posición, y ella me dirigió una mirada solo comparable a las que Keiko por aquella época reservaba a su hermano menor.

A pesar de que la celebración pascual retomó algo de su típico guion, la medianoche nos sorprendió a todos bajo un ambiente muy caldeado como para desearnos «feliz Navidad» e intercambiar abrazos de amor y prosperidad. Quienes estaban a favor del indulto formaban una argolla, lo mismo que quienes estábamos en contra. No era sencillo dejar la política de lado. Además, la tía Elisa, abrazada a su botella de Juve & Camps, no se cansaba de repetir: «¡eshto esh obra del Ñiño Sheshus!». De hecho, fue lo último que dijo antes de eructar y quedarse profundamente dormida en un sillón. Ni el estallido de las ratas blancas del vecindario lograron perturbar su sueño.

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Me tocó a mí descalzarla, ponerle encima una manta, y quitarle el Rolex bamba para que no le hiciera presión en la muñeca. Las Navidades subsiguientes no fueron mejores para ninguno de los dos. Entre referendos, audios, videos, denuncias reveladoras, resoluciones supremas de último minuto, prisiones preventivas y marchas de protesta, la tía Elisa y yo hemos terminado exhaustos de tanto mandarnos al cuerno cada diciembre. De «caviar» pasó a acusarme de «terruco»; yo de «conserva» pasé a tildarla de «fascista». Nuestras rencillas llegaron a tal punto que, en la Nochebuena de 2022, después de discutir ardorosamente por si el golpe de Estado de Castillo se parecía o no al de Fujimori, al servirle un trozo de panetón, ella lo examinó como si estuviese envenenado. No le dio ni un solo mordisco. Menos mal.

A la luz de los sucesos políticos recientes, y a largos, eternos quince días para Navidad, con un escenario en el que incluso lo más delirante puede ocurrir, no es difícil presagiar las fiestas que me esperan. Atrás quedaron los años en que la tía Elisa llegaba con su exquisito arroz árabe, sus regalos voluminosos, su disco navideño de Frank Sinatra. Su espíritu era un viento alegre que revolvía la casa. Ahora no esperamos otra cosa que sus epítetos, calumnias y reproches. Como los conductores de Willax, se ha olvidado hasta de sonreír. Si Papá Noel existiera, solo le pediría esto: que haga el favor de devolverme a mi tía. //

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