Renato Cisneros

Entro a una sala de cine en Madrid para ver , la película en quechua dirigida por el ayacuchano César Galindo que representará al Perú en los Premios Goya 2024. La sala está llena de peruanos. Desde el primer encuadre todos nos quedamos prendados de Sistu, el niño de ocho años que un día descubre el cine en una calle del pueblo cercano a su comunidad. Él vive en el Cusco, en las montañas de Maras, junto a sus padres y su hermano menor. Se levanta todas las madrugadas con el canto del gallo rojo, extrae la leche de las vacas, cabalga un burro para ayudar a su padre a vender productos en el mercado del distrito y luego se va a estudiar a una escuela diminuta que tiene más ventanas que carpetas y más carpetas que libros.

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La vida de Sistu da un giro radical cuando empieza a ver las películas de un cine ambulante. Las imágenes —proyectan desde una furgoneta— aparecen en un muro y Sistu queda fascinado con esos hombres y mujeres de mentira que parecen de verdad, y luego hace que sus amigos, sus compañeritos de clases, se interesen también por esa incomprensible maravilla tecnológica.

Pero el advenimiento del cine es una mala noticia para los adultos de la comunidad, quienes sospechan de los beneficios de «esa pared que habla» y concuerdan que solo distrae a los niños de sus deberes escolares (la escena en que padres y madres discuten en una asamblea preguntándose «para qué sirve el cine», filmada en 2017, prefigura la incomprensión del actual Congreso en cuanto al alcance simbólico de la producción cinematorgáfica nacional).

Sin embargo, la sensatez se impone y la mayoría concuerda en que Sistu vaya al cine, siempre y cuando al volver relate las historias que ha visto proyectadas en la pared. El niño asume la tarea con profesionalismo y cada tarde persuade a su auditorio hablándoles de Drácula, Bruce Lee, Chaplin, Aladino o King Kong. Ese es el momento cumbre de la película, cuando asistimos a la contundencia de la tradición oral en su manifestación más pura.

Película narrada con recursos expresivos muy inteligentes (mediante los cuales el cine reflexiona sobre sí mismo, o sobre la imposibilidad de elaborar un discurso andino), «Willaq Pirqa» es también una bella crónica acerca de la importancia de contar. Aquí los personajes dialogan, viven en una contemporaneidad desprovista de redes sociales, y acaban acercándose al cine con más curiosidad que a la escuela, cuyas limitaciones pedagógicas resultan obvias.

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Galindo ha compuesto, además, personajes entrañables: el padre desconfiado, la abuela cómplice y ese proyeccionista itinerante que no casualmente lee las páginas del «Popol Vuh» y de «Pedagogía del oprimido» mientras aguarda la llegada de su humilde clientela. Y desde luego, el propio Sistu, el niño que una noche se escurre dentro del cine ambulante y descubre la mecánica de la proyección y se queda prendado de los negativos. A Sistu se le ha comparado con el Salvatore de «Cinema Paradiso»; sin embargo, a mí me recordó más a Manuel Puig, el escritor argentino que de niño descubrió la magia del cine el día que su madre lo hizo ingresar al cuarto de proyección del cine de su barrio. «Yo solo respiraba dentro del cine», decía Puig. También me recordó al pequeño Sammy Fabelman, el personaje que encarna a Steven Spielberg en «Los Fabelman», que el día que ingresa a una sala de cine sabe para siempre que ha nacido para dirigir películas.

Con independencia de los premios que ha ganado y pueda seguir ganando, «Willaq Pirqa» es una cinta lograda pese a sus escasos recursos, una cinta que reconcilia mundos y culturas aparentemente distantes, y que subraya la necesidad de escuchar al otro, de sentir emociones a través del testimonio del otro, en esta época en que la realidad nacional cada día se parece más a una pantalla fundida en negro. //

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