Renato Cisneros

Hubo un tiempo en que los padres recortaban noticias periodísticas para sus hijos. Era una forma extraña pero funcional de comunicarse. Mi padre a veces me dejaba columnas en el escritorio de mi habitación, sobre todo columnas de deportes. Recuerdo ahora mismo un fólder gris lleno de recortes donde diferentes periodistas —algunos identificados con seudónimo— comentaban la campaña de la selección peruana rumbo al Mundial México 86.

Mi padre no era el único que recortaba. Mi madre tenía amontonadas en un cajón de la cocina recetas y crucigramas. Mi hermana mayor tijereteaba reportajes enteros de «Teleguía» y los pegaba en las paredes de su habitación. Y mi hermano menor, durante al menos un año, se acostumbró a recortar los acertijos de la sección Amenidades.

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También mis tíos paternos recortaban piezas periodísticas, en particular mi tío Renato, que disponía de más tiempo libre. Puedo verlo todavía sentado a una mesa, leyendo los diarios, con una tijera de costura al alcance de la mano, igual que el personaje de Ricardo Darín en «Un cuento chino», ese ferretero neurótico que se relajaba compilando noticias insólitas.

En unos gruesos archivadores de palanca, pegándolas en papel bulky, mi tío coleccionaba las columnas que mi abuelo Luis Fernán había firmado en «La Prensa», los editoriales de mi tío Luis Jaime en «El Observador »y las columnas que mi padre publicaba en «Expreso» (cuando «Expreso», dirigido por Manuel d’Ornellas, era un medio de comunicación). También recortaba titulares de la época del terrorismo, viñetas de «Monos y Monadas», los consejos lingüísticos de Martha Hildebrandt y las tiras enteras de «Los Calatos» de Alfredo. En un mundo sin Internet, donde aún no aparecían la computadora ni los primeros disquet, esa era la única forma de conservar la documentación periodística relevante. Décadas más tarde, en medio de mudanzas o después de funerales, muchos de esos recortes irían a parar a una trituradora o directamente a la basura, pero durante largo tiempo fueron tesoros invaluables.

Cada vez que mis hermanos y yo revisábamos esos archivadores con olor a naftalina, con una curiosidad arqueológica más que periodística, surgían súbitamente entre las hojas unos bichos muy desagradables, grisáceos, de patas veloces y antenas largas que corrían impunemente sobre las columnas de nuestros parientes, provocando los gritos iracundos de mi hermana. Pese a su nombre poético —pescaditos de plata— esos insectos eran los causantes de asquerosas manchas amarillentas que volvieron ilegibles algunos de esos recortes, ocasionando un daño irreparable al patrimonio cultural familiar.

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Después de salir de la Facultad de Periodismo, una vez que empecé yo también a firmar columnas, mi tío Renato fue incluyéndolas en su colección. Para entonces ya existían las computadores y disquet (aunque no los USB), pero mi tío era capaz de cortarse un brazo antes de suplantar sus viejos archivadores de cartón por dudosos artilugios tecnológicos. Cuando trabaja en Deportes y publiqué mi primera columna —una página entera sobre la ausencia de Romario en Francia 98—, mi tío me llamó para felicitarme y anunciarme que ya había pegado la columna entre sus recortes. Ese mismo día, mi madrina nos invitó a almorzar a su casa y en su nevera descubrí que los dos filetes de cojinova que serían convertidos en cebiche se hallaban envueltos… en mi columna sobre Romario. Fue un golpe moral. Sin embargo, entender que esas palabras impresas —que tanto trabajo me había costado juntar— podían habitar por igual una biblioteca como un frigorífico significó una lección ejemplar sobre la trascendencia del periodismo escrito. En adelante, cada vez que publicaba una columna pensaba en el destino útil que los lectores darían a esa página de periódico al día siguiente de su publicación (o, como en el caso de mi madrina, el mismo día): limpiar un espejo, proteger un vaso de cristal, absorber un líquido derramado, envolver un regalo, decorar la jaula del perico, recoger la caca del perro.

He escrito todo esto como preámbulo. Solo quería contar que esta es mi última columna material. A partir del próximo sábado aparecerá exclusivamente en la versión digital de la revista. Gracias a todos aquellos que la buscaron en papel cada fin de semana; en especial a mi suegra, que además la recortaba. Algún día tenía que terminar esa colección. //

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