Jaime Bedoya

Es chocante el disfuerzo ante la muerte. Revela su dimensión ridícula, narcisista e irresponsable. Utilizar la fatalidad ajena para el postureo ético y el maquillaje moral es una nueva variante del miserabilismo. Aquel del luchador social desde el teclado.

La muerte obliga a tomar partido. Que no es ni el de más balas ni el de tener que quedar bien con el algoritmo. Es el de pensar en cómo defender la democracia, por más incipiente y defectuosa que sea. Y la nuestra lo es en inmensa medida, teniendo en cuenta que ya van seis presidentes en cuatro años y que el congreso se ha convertido en una incansable máquina de desprestigio del sistema. Es uno de los azuzadores encubiertos de esta situación, electo y financiado por nosotros mismo, para mayor surrealismo.

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Pero el origen de este estallido de violencia está en otra parte. Fue un hecho público, televisado y auto incriminatorio que supone la noción de causa y efecto, idea primordial del pensamiento para entender la realidad. Lo que prendió la mecha de la cosecha sangrienta que ahora nos golpea fue el golpe de estado de Pedro Castillo.

A ese golpe tembloroso y cobarde que luego ni siquiera tendría la entereza de asumir bajo los pretextos , Castillo llegó habiendo construido durante meses un discurso de enfrentamiento social, racial y político, hepáticamente orquestado por el ex premier Aníbal Torres en concejos descentralizados que no eran tales. Lo dijo: correrá sangre. Eran mítines de campaña que llevaban la falacia constituyente como perfecto camuflaje de las investigaciones fiscales sobre el cogoteo desde palacio de gobierno. Invoquemos al pueblo mientras robamos, es una fórmula nunca falla en un país ahogado en desigualdades y deudas sociales pendientes. Populismo cleptómano.

El congreso, y la oposición cuando existe, trabajaron gratis a favor de esa causa torcida. Su comportamiento parece haber sido dictado por sus enemigos. Que ahora, en medio de más de cuatro decenas de muertos, un policía carbonizado y Lima amenazada con ser tomada les haya costado sancionar a uno de los suyos acusado de violación en sus propias instalaciones comprueba que dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez.

Tomar un aeropuerto no es reivindicación social. Matar policías no es reivindicación social. Apedrear ambulancias no es reivindicación social Las profundas injusticias que subsisten en el país no pueden establecer un punto ciego respecto a intereses políticos, algunos de ellos ilegales y extranjeros, que están usando a la gente de uno y otro lado de los enfrentamientos como carne de cañón. No les mueve un pelo el derramamiento de sangre ajena porque es parte de la estrategia. Según la macabra receta del radicalismo los muertos sazonan una protesta. Así lo ha recordado oportunamente Max Hernández, secretario general del Acuerdo Nacional imposible de ser señalado como facho, golpista o cualquier otro epíteto dirigido ahora a quien diga abramos los ojos.

El orden establecido está bajo ataque. Los atacantes no tienen reparo en enviar gente al matadero envueltas en la panacea fantástica de la nueva constitución, el cierre de un congreso que nadie quiere, y la desopilante promesa de liberar a Castillo y reponerlo en el poder. ¿Para qué? ¿Le faltó cobrar algún otro ascenso más? Al margen de eso, Castillo tuvo al estado paralizado durante 15 meses.

Las fuerzas policiales y militares, también enviados al mismo matadero sin una estrategia adecuada y con el ánimo en escombros ante la disyuntiva de apuntar a sus compatriotas y las responsabilidades que eso traerá, tienen como tarea defender el orden, representadas en instalaciones estratégicas y propiedad privadas, siempre ajenas. El policía, ahí está el drama recogido en esos audios desesperados durante el ataque en Puno, acaba arrinconado en una situación en que muere o mata. Dios no existe ahí donde hay fuego cruzado. Esto es una perversidad premeditaba por quien orden el primer ataque violentista, pues sabe que su táctica supondrá sangre. No importa de qué lado venga, será gasolina para una causa que se alimenta de rencor, maniqueísmo y todo lo tóxico que aparece cuando se deja de pensar.

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Boluarte es vicepresidenta porque llegó al poder en la plancha del verdadero golpista, Castillo. Vladimir Cerrón la colocó ahí cuando aún eran aliados. Postular, con coreográfica indignación, su renuncia como una solución a la crisis es jugar a la ruleta rusa. Quien suceda a Boluarte tendrá la mano aún más dura y el respaldo aún más precario. Y otra vez pedirán que renuncie. Y el que lo suceda será aún más extremo y débil. Y otra vez pedirán que renuncie. Y así ad infinitum, en un este círculo vicioso antropófago contaminado de frivolidad y pose construido sobre una pila de cadáveres. Su presidencia ya pende de un hilo. Lo que venga puede ser cambiar un Casio por un Miray.

Es altamente probable que al momento en que usted lea estas palabras, y no importa cuando sea ese momento, alguien esté a punto de morir violentamente en alguna parte del país. Puede ser de uno u otro lado, solo por estar en una ambulancia tal como le acaba de suceder a un recién nacido que no tuvo tiempo ni de tener nombre. Que una ligereza bien pensante escrita para sentirse bien con uno mismo y hecha desde la cómoda seguridad que da la distancia, no sea la complicidad remota de otra vida perdida.

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