Jaime Bedoya

Esto no puede ser una casualidad: La última cena servida a bordo del Titanic fue un buffet.

La noche del 14 de abril de 1912 los privilegiados y malditos pasajeros de primera clase tuvieron a su disposición ostras frescas del Atlántico, cangrejos rellenos, ensalada de langosta, salmón ahumado, paté de hígado, pavo asado en salsa de arándanos, pato asado con salsa de manzana y pudin de ciruela con brandy o helado de vainilla con salsa de chocolate.

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Un festín digno de muertos en tránsito.

El buffet del congreso ha quedado cancelado, pero el iceberg hacia el cual se está dirigiendo el país sigue ahí. Se trata de otra desafortunada travesía con vocación por el naufragio.

La mayoría del Congreso no ve el inmenso bloque de hielo que tenemos enfrente porque goza de un abismal punto ciego. Esa mayoría, calculada en un 88% de los representantes según prolijo cálculo del colega Martín Hidalgo, son los que en las últimas elecciones se sacaron una Tinka que venía con circulina, inmunidad y, hasta hace poco, buffet. El incremento patrimonial es su divisa.

Es un punto ciego bíblico, la viga atravesada en el propio ojo. Está generada por una sustancial mejora de vida conseguida no gracias a los rigores de la meritocracia, como suele exigírsele a los peatones, sino por un arte de magia inútil. Es aquel fruto de la simbiosis entre los misterios del voto peruano y la noble cultura griega, cuna de la democracia.

El voto peruano está emparentado con lo que el filósofo Slavoy Zizek establece como Síndrome del Ascensor. Este postula que el botón para cerrar las puertas del ascensor es solo un placebo para hacer creer al que lo pulsa que realmente participa del movimiento del aparato. Ese botón, como el voto, es una ilusión.

En Grecia nació la idea de darle a los ciudadanos el poder de elegir a sus representantes. Cuando este concepto se junta con el voto peruano es que se da el cuestionable prodigio de que les depositen mensualmente quince mil soles netos por un trabajo a quienes ni lo entienden ni saben hacerlo. Por Dios y por la plata.

¿Naufragio? La tuya. Para los bufetlovers nunca les ha ido tan bien como cuando a tantos les ha ido tan mal.

Debe existir una relación inversa entre el dispendio y la sustancia. Décadas atrás, el nivel de los representantes elegidos para el congreso compensaba las pillerías propias del cargo a través de debates que en comparación al balbuceo onanista de ahora eran una orgía verbal. Eso ya no existe.

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El uso articulado del idioma es una práctica intelectual virtualmente extinta en el congreso contemporáneo. El condenado por homicidio y secuestro y probable aspirante a la presidencia Antauro Humala, lo dice de una manera más brutal y sospechosa de auto confesión:

- Esos 130 mamíferos del congreso solo están por su sueldo.

En ese congreso de antaño, donde si había sustancia, el mayor logro gastronómico de la Plaza Bolívar se reducía a un platillo modesto y noble. La cafetería del congreso se jactaba de servir el mejor pan con aceituna del centro de Lima. Y era cierto.

En cambio, ahora, hasta cuando reinaba el buffet, los congresistas iban con tuppers para llevarse comida a casa tal como hacen las señoras discretas en esas carteritas minimalistas pero rendidoras que llevan a los matrimonios.

Asegura una fuente reservada y de buen gusto que los postres eran los más solicitados para este peculado dulzón. Tres Leches, tortas de chocolate, queques marmoleados y brownies eran azúcares que salían clandestinamente del hemiciclo bajo inmunidad parlamentaria.

El buffet nace entre Suecia y Francia. Su masividad es obra del estilo de vida norteamericano, que alejándose del regionalismo nórdico y de la sofisticación francesa se planteó como norte la cantidad antes que la calidad. El lujo se traga, no se mastica. Temperamento afín al espíritu congresal de estos tiempos.

En el Perú ha habido buffets célebres, así no lo hayan sido por motivos estrictamente culinarios.

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Es el caso de un buffet apenas cumplidor, aunque abundante, que se servía en Barranco en la vecindad del licencioso establecimiento Las Suites de Barranco. Sucedía en una cevichería llamada El Catamarán.

Si bien la comida no era memorable, la abundancia de bivalvos – léase conchas y toda su parentela afrodisíaca- así como la proximidad a la famosa casa de tolerancia donde dicen que Vladimiro Montesinos tenía cámaras escondidas para su deleite personal y provecho político, hicieron famoso ese buffet.

Era un win win. Por un lado, proveían el fósforo previo a las tareas amatorias. Por otro, ofrecían la sólida reparación de un chilcano de choros luego del forcejeo corporal. El lugar fue rebautizado con una exactitud traviesa como El Cachamarán. Los sabores pasan, los recuerdos quedan.

A propósito de la peculiaridad libidinosa de esta fonda marina, a los congresistas se le debería reponer el buffet, pero uno solo a base de conchas: cebiche de conchas, arroz con conchas, tortilla de conchas, conchas a la parmesana, conchas a la chalaca y conchas al natural.

Así, arropados en sus pasajes gratis, capacitaciones fantasmas, alfombras nuevas y iPhones 14, honrarían el precepto nutricional según el cual somos lo que comemos.

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