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Jaime Bedoya

El último lunes me sentí un congresista peruano durante algunas horas: empecé a tener más dinero en la billetera sin hacer ningún esfuerzo de mi parte.

Estaba en Buenos Aires con algunos dólares encima cuando la moneda estadounidense empezó a dispararse por efectos del resultado de sus elecciones primarias. El candidato de Troya que lleva a la señora Cristina Kirchner en su interior le había sacado amplia ventaja al defensor designado del modelo económico, el empático deficiente Mauricio Macri. Ella es como una Laura Bozzo chavista y corrupta. Él, un PPK aun más socialmente inepto que nuestro expresidente de lujo.

El temor ante el probable regreso del fantasma que recorre Latinoamérica, el cadáver de Chávez cabalgando sobre el tosco lomo de Maduro, resultó en el desplome del peso y en que automáticamente los argentinos fueran 25 % más pobres. Lo más extraño es que estas contiendas, a más de dos meses de las elecciones, aún no han elegido a nadie. Es solo miedo, trauma y la proverbial cobardía del dinero.

Los precios de las cosas tuvieron algunas horas de incertidumbre. El valor de lo terreno, o mejor dicho el precio, ya que el valor es otra cosa a pesar de que los cínicos quieran igualarlos, había entrado en disrupción. Las casas de cambio se quedaron sin pesos y en estratégica coincidencia las páginas web de los bancos se cayeron para que la gente no pudiera comprar dólares por internet, lo que redujo temporalmente sus prestaciones al ADN básico de la red: porno y memes.

(Foto: EFE)
(Foto: EFE)

Como un agregado de intensidad porteña, en el Museo de Arte una estoica concurrencia asistía a una lectura pública del manuscrito original de La peste, de Camus, mientras su futuro se iba a la deriva. A la vez, en los cines se estrenaba una película basada en la novela La noche de la usina, del argentino Eduardo Sacheri: la historia de unos robabancos amateurs justicieros que quieren recuperar lo perdido en el infausto corralito del 2001. Título, La odisea de los giles, o sea de los incautos. Dos ejemplos más de cuando la naturaleza imita al arte.

Los noticieros empezaron a desplegar tutoriales para orientar sobre qué hacer con los ahorros y las deudas en los más de 70 días que quedan hasta las elecciones reales. Como para no olvidar que todo podía ser aun peor. Con la natural amoralidad de un nuevo rico cualquiera, compré libros y vino, mientras imaginaba que no sería improbable que esta situación se repitiera, con las variantes virreinales del caso, en un Perú futuro. El del 2020 o 2021, según el estado de ánimo chorrillano de la señora Keiko Fujimori y su fiel fanaticada.

Cristina Fernández votó en un colegio electoral de la sureña ciudad de Río Gallegos, a más de 2.500 kilómetros de Buenos Aires. (AFP)
Cristina Fernández votó en un colegio electoral de la sureña ciudad de Río Gallegos, a más de 2.500 kilómetros de Buenos Aires. (AFP)

Toquemos madera, pero el cuco está ahí. Su peor versión es la chifladura de Antauro Humala. De él derivan distintas graduaciones de la misma promesa de corrupción y fracaso económico disfrazados de reivindicación social que ahora se refleja en los cientos de miles de venezolanos pauperizados llegados al Perú, lo que genera, según sea el caso, admiración, miedo o xenofobia.

Uno de los tantos errores de Macri fue culpar al electorado del resultado suicida de las elecciones argentinas: insultar a quienes no supiste convencer. A los electores se les convence con coherencia, resultados e integridad. Y, si no hubieran estos, pues con elemental sentido común. Este supone como primera regla no pensar que quienes votan son estúpidos o tus siervos.

Combatir el miedo con más miedo o con torpes polarizaciones binarias ya está probado que solo engorda al adversario. Lo victimiza y lo hace falsamente heroico. Está escrito: la necedad y la arrogancia construyen desastres electorales perfectos. No es difícil imaginar a Antauro celebrando a solas cada vez que Tamar Arimborgo tuitea algo.

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