Renato Cisneros

Salgo de ver “Muerto de risa” con dos escenas que me persiguen: la primera, el momento en que el protagonista, el animador televisivo Javi Fuentes (César Ritter), descubre en un armario la misteriosa caja que su padre ha dejado para él antes de morir; la segunda, el instante en que el propio Fuentes intenta hacer uso de esa herencia.

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Cuando el hijo encuentra en esa caja una pistola con sus seis balas en el tambor queda completamente desconcertado. Podemos imaginar cómo desfilan por su cabeza todas las interrogantes que alguien se formularía en tales circunstancias: ¿por qué mi padre me ha dejado un arma cargada?, ¿para defenderme?, ¿de quién?, ¿para atacar a alguien?, ¿o quizá para acabar conmigo mismo?, ¿así esperaba él que actuara su único hijo?, ¿intentó mi papá matarse alguna vez?, ¿dónde la tuvo escondida todo este tiempo?, ¿por qué nunca supe de ella?, ¿cómo la consiguió? La película no ha hecho más que empezar y ya plantea esta encrucijada existencial que instala al personaje en el espinoso territorio de sus dubitaciones más profundas. Con el transcurso de los minutos entendemos que la herencia no es el arma, sino la duda, la facultad de dudar. Eso hacen los padres al morir: legar preguntas, preguntas incómodas cuyas respuestas, en el mejor de los casos, llegan tarde.

La célebre Ley Chéjov ordena: si en una obra aparece un revólver en el primer acto, éste deberá ser disparado en el segundo o tercero. El director de “Muerto de risa”, Gonzalo Ladines, sin embargo, ignora el mandamiento del dramaturgo ruso, o quizá le aplica una vuelta de tuerca para burlase de él (en realidad, Ladines se burla de todo en este estupendo largometraje: de las convenciones del género, de las expectativas del público, de la televisión basura, de los ‘centennials’, etcétera).

Muchas escenas —quizá demasiadas— deberán concluir antes de que Javi Fuentes vuelva a encontrarse cara a cara con la pistola. Para entonces, él ya no es quien era: el conductor famoso de señal abierta que gana un sueldo astronómico y juega con torpeza a ser hilarante; ahora es otro, un tipo deprimido y descaminado que no encaja bien el haberse quedado sin programa, sin éxito y que recién empieza a captar su verdadero dilema: nunca supo hacer reír a los demás porque era incapaz de reírse de sí mismo. Refugiado en vasos de whisky y rayas de coca, Javi empuña decidido el arma de su padre y apoya el cañón contra una de sus sienes, repentinamente convencido de haber descifrado el enigmático mensaje del viejo: mátate, hijo, desaparece, deja de hacer el ridículo en señal nacional. Pero cuando jala el gatillo, ningún proyectil se dispara, tan solo emerge una banderita blanca con la frase ¡BANG! Vemos al suicida frustrado regresar de su locura riendo o llorando (Ritter en estado de gracia), sin salir de su perplejidad. El padre —otro comediante— acaba de consumar su máximo acto burlesco, ha vuelto del más allá para dejarle a su hijo un nuevo recado que esta vez no admite dobles lecturas: vive, ríete y, aunque lleves mi mismo nombre, aprende a ser tú mismo.

En la simbólica disputa con su progenitor, al hijo le queda una última carta que colocar sobre la mesa o, mejor dicho, sobre la tumba. Una vez concluido su proceso de redención, Javi Fuentes visita el cementerio y deja el revólver sobre la lápida de su padre, como devolviéndole la herencia, o como diciéndole ya está, ya entendí, todo bien, misión cumplida.

No es solo por la línea argumental paterno-filial que hay que ir a ver “Muerto de risa”, sino por la historia en sí, por el atrevimiento con que está narrada y porque consigue algo muy difícil en la actual coyuntura del país: lograr que los peruanos se rían y piensen al mismo tiempo. //

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