Renato Cisneros

Mi padre dedicó varias tardes a enseñarme el ajedrez. A veces lo hacía de un modo atosigante, esperando que yo pusiera en marcha una afición por el tablero que nunca echó raíces. Disputamos un centenar de partidas sin que pudiera ganarle jamás. Ni con las piezas blancas ni con las negras. Nunca me dejó vencerlo. Él no era de esos padres que teatralizan derrotas solo para transferirle al hijo un sentimiento de seguridad que a la larga es falso. Su pedagogía consistía en ganarme en solo cuatro o cinco movimientos y en advertir puntillosamente los errores de mi estrategia: la facilidad con que descuidaba a la reina, el uso precipitado de los alfiles, el desperdicio que hacía de las propiedades de los caballos, la lentitud con que sacaba las torres al frente.

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De adolescente nunca desarrollé una afición por el ajedrez, pero igual me gustaba jugarlo. O quizá lo que me gustaba era ver cómo otros lo jugaban. Era la época en que los diarios reportaban la disputa entre Karpov y Kasparov, y en las notas se mencionaba a maestros mayores como Bobby Fisher o el cubano Capablanca (‘el Mozart del ajedrez’). Eran también los años en que la figura del peruano Julio Granda sobresalía internacionalmente. Mucha gente siguió con interés la carrera de Granda y se sorprendió cuando a fines de los años noventa el jugador postuló a la alcaldía de Camaná, y se sorprendió aún más cuando declinó su candidatura luego de haber vivido un incidente sobrenatural que dio pie a rumores sobre su estabilidad psicológica.

En una conversación hermosa de hace años, el poeta Marco Martos —quien en su juventud llegó a integrar la selección nacional de ajedrez— me habló de los trastornos mentales, no solo de Julio Granda, sino de varios ajedrecistas: el norteamericano Paul Murphy, quien sufría delirios de persecución; el austríaco Wilhelm Steinitz, quien aseguraba poseer la facultad de emitir corrientes eléctricas con el cuerpo y acabó recluido en un psiquiátrico de Nueva York; o el polaco Akiba Rubinstein, cuyas fobias sociales —dejaba partidas a medias y se escondía en un rincón— lo obligaron a abandonar su carrera prematuramente.

También en la ficción literaria encontramos héroes ajedrecistas perturbados, pienso en el desaliñado Luzhin de Nabokov, cuyas obsesiones lo conducen a un inevitable colapso mental en medio de una partida definitiva; en los taciturnos contrincantes de «Novela de ajedrez» de Stefan Zweig; o en la adicta Beth Harmon, protagonista de «Gambito de dama», la novela de Walter Tevis que inspiró la famosa miniserie de Netflix.

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Alguien tendría que escribir una miniserie basada en la historia de amor vivida por el maestro peruano Emilio Córdova. En 2007, cuando solo tenía quince años, Córdova dejó súbitamente una competencia ajedrecística en Buenos Aires y escapó a San Pablo con una brasilera que le doblaba la edad (la prensa sensacionalista rumoreó que se trataba de una bailarina de ‘nightclub’). Durante meses se negó a volver al Perú, desatando la furia de su padre, quien expuso públicamente el noviazgo de Emilio. Al final, el señor consiguió que su hijo regresara pero la relación entre ambos, como el propio ajedrecista reconoció en una entrevista de 2010, «se dañó y nunca volvió a ser la de antes».

Los que saben dicen que el ajedrez trata justamente de eso: de enfrentarse al padre —al rey—, de no descansar hasta derrotarlo, y luego empezar, una y otra vez, con el mismo objetivo parricida. (Borges dice: «Cuando los jugadores se hayan ido / cuando el tiempo los haya consumido / ciertamente no habrá cesado el rito. En el Oriente se encendió esta guerra / cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra. / Como el otro, este juego es infinito»).

Quizá he escrito esta columna nada más para contar que hace unos días mi hija de seis años —la edad en que el maestro Samuel Reshevsky ya disputaba partidas simultáneas con varios de los mejores ajedrecistas de Polonia— me derrotó por primera vez. Podría decir que me descuidé, que me dejé, que le di ventaja, pero no. Fue un triunfo veloz, en cinco movidas, cercándome ágilmente con un alfil y la dama. Un jaque al rey en toda regla. Como los de mi padre. //


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