Javier Pérez de Cuéllar, en la década del 90, cuando fue candidato a la Presidencia de la República por el partido Unión por el Perú (UPP). (Foto: GEC)
Javier Pérez de Cuéllar, en la década del 90, cuando fue candidato a la Presidencia de la República por el partido Unión por el Perú (UPP). (Foto: GEC)
Pedro Ortiz Bisso

El destino ha querido que Javier Pérez de Cuéllar parta a la eternidad en momentos en que Unión por el Perú, el partido que fundara para enfrentar a Alberto Fujimori en las elecciones de 1995, es zarandeado por el antaurismo y el sector que encabeza José Vega, administrador de un movimiento que alguna vez fue sinónimo de esperanza.

Pero es solo una coincidencia infeliz. La figura de Pérez de Cuéllar está por encima de nimiedades como esa.

Como secretario general de las Naciones Unidas, fue protagonista de los momentos más importantes de la última parte del siglo XX. Su paciencia inclaudicable, sumada a su enorme capacidad de diálogo, contribuyeron a la caída de la cortina de hierro y la solución de otros conflictos que mantenían en tensión al planeta. Desde el edificio de 154 metros de altura, situado a orillas del East River, Pérez de Cuéllar supo tomarle el pulso al mundo y trabajó infatigablemente en favor de la paz.

Convertido en una figura universal, volvió para encabezar a un grupo de peruanos de distinto pensamiento que buscaba impedir que Fujimori se perennizara en el poder. Luego, ya con el dictador refugiado en Japón, se convirtió en primer ministro y canciller del gobierno de transición que encabezaba Valentín Paniagua.

Pérez de Cuéllar se ha ido pocas semanas después de cumplir 100 años. Nos ha dejado un peruano brillante, de los pocos a los que mirábamos con respeto. Del que siempre podremos referirnos con orgullo.