El presidente Martín Vizcarra se presentó ante el hemiciclo del Congreso en España durante su visita a este país. (Foto: YouTube / Canal de Diputados de España)
El presidente Martín Vizcarra se presentó ante el hemiciclo del Congreso en España durante su visita a este país. (Foto: YouTube / Canal de Diputados de España)
Juan Paredes Castro

El zarandeado viaje de a España y Portugal encierra el irresuelto problema de quién es en verdad el presidente de la República, cuál es su lugar en el sistema político y dónde debe estar en determinadas circunstancias.

Con lluvias a chorros y ríos desbordados, Vizcarra decidió cumplir sus programadas visitas de Estado a España y Portugal. Ya había obtenido el permiso del Congreso y su presencia en el Perú no iba a hacer que las inundaciones disminuyeran ni que el cambio climático presentara una tregua en su curso.

Era, sin embargo, necesario que en su ausencia el primer ministro César Villanueva diera el necesario peso político a las funciones de gobierno y cubriera así las espaldas de quien, como Vizcarra, ejercía en Madrid y Lisboa su papel de jefe del Estado.

Fue poco o nada significativo lo que finalmente Villanueva y la vicepresidenta Mercedes Araoz pudieron hacer para atemperar las críticas en el disparejo suelo político del país. No obstante, un buen reparto del poder hubiera hecho que el Gobierno y el Estado funcionaran sin tanto sobresalto.

Hicieron mal Vizcarra y, sobre todo, su canciller en no explicar bien y anticipadamente las razones del viaje, como estuvo igualmente mal no hacerlo protocolarmente austero. Muchas personas sobraron en la comitiva, empezando por el ministro de Transportes y comunicaciones, más necesario que nunca en el Perú que en España.

Es tal nuestro apego tradicional al caudillismo en el Perú que un día el presidente cobra insólita popularidad porque promete acabar con la corrupción como si se tratara de una campaña de vacunación y otro día es puesto contra la pared por no estar presente allí donde los ríos suenan porque piedras llevan, arruinando carreteras, puentes, viviendas y cultivos.

Aquello de la comunicación pública, de la presencia in situ, del contacto con el pueblo y de estar cerca de la gente suele ser un mito y una obsesión en la vida de mandatarios populistas, que dedican buena parte de su tiempo a levantar diagnósticos que luego nadie va a estudiar ni priorizar ni ejecutar.

Humala solía jactarse de llevar el Estado a la punta de los cerros. Se olvidó de traerlo de regreso.

Vizcarra ha tenido la audacia de sacudir los cimientos del Congreso, de la fiscalía y del Poder Judicial con una ruidosa cruzada anticorrupción. No ha hecho lo mismo en la estructura del gobierno. Sabemos ahora cómo operaban allí los mecanismos burocráticos mafiosos. No sabemos hasta ahora cómo evitar que esto vuelva a pasar en el futuro. ¿Se le darán mayores poderes y recursos a la Contraloría General de la República?

No tropezar dos veces con la misma piedra debiera ser el lema de Vizcarra respecto de las lecciones de Odebrecht y de los contratos de construcción de empresas como las suyas no debida y exhaustivamente esclarecidos.

Con solo discursos, rituales, protocolos y encuestas no va a funcionar el Gobierno ni el Estado. Hace falta confianza, orden, organización, dirección, gestión, eficiencia, competitividad, comunicación y resultados. Mucho y poco a la vez.