Mario Ghibellini

El último día del año suele ser ocasión de hacer un balance. Uno, específicamente, que comprenda lo vivido durante los 364 días anteriores. Las cosas que nos ocurren, sin embargo, no se dejan encasillar tan fácilmente en ese arco de tiempo. Si ya identificar el principio y el fin de un proceso cualquiera en el calendario se hace difícil, tratar de hacerlos calzar con el ciclo de 12 meses que se inaugura cada primero de enero es simplemente descabellado. Los eventos que transforman nuestra vida, en lo personal o en lo comunitario, surgen en cualquier momento y duran lo que se les antoja.

Por eso, nos parece que el balance de lo más grave que nos ha sucedido a los peruanos en el pasado reciente – sin duda, el ascenso y caída de como gobernante – tiene que cubrir, aproximadamente, un año y medio. Desde, digamos, la confirmación oficial de su victoria electoral, algunas semanas antes del 28 de julio del 2021, hasta su destitución, por vía de la , el 7 de diciembre de este año. Y lo primero que cabe decir al respecto es que fue un año y medio en el que vivimos auténticamente en peligro.

–Play de honor–

La verdad es que el paso del penoso maestro de Cajamarca por el poder fue todo lo que se temía. Y un poco más. ¿Qué se suponía que debíamos esperar de un candidato que había anunciado las cosas que él anunció en campaña una vez que se ciñera la banda presidencial? Si había proclamado: “vamos a desactivar en el acto el Tribunal Constitucional” (14/3/21); y también “hay que desactivar la Defensoría del Pueblo” (19/3/21), ¿podía alguien sinceramente sorprenderse de que, más temprano que tarde, intentara hacerlo?

Y si había declarado que, de no estar el Congreso de acuerdo con convocar a una asamblea constituyente, tendría que “asumir las facultades presidenciales” y dejar que lo cerrara “el mismo pueblo” (8/4/21), ¿existía acaso un margen de duda razonable sobre sus ánimos de ir adelante con ese zarpazo? Pues, obviamente, no. Al tomar las riendas del Ejecutivo, Castillo se encontró de seguro con algunos inconvenientes que no había presupuestado al inscribir su postulación, pero es claro que la determinación de llevar a cabo sus planes originales permaneció inalterable dentro de él. Todo indica que, a su manera de ver, materializarlos era solo una cuestión de oportunidad.

Esa es también la explicación de que, ya instalado en Palacio, hubiese dejado de mencionar otros afanes suyos de cuando recorría calles y plazas en busca del voto popular. Nos referimos a lo expresado en sentencias como: “Que el gas de Camisea sea para los peruanos; hay que nacionalizarlo” (13/4/21). O: “No más AFP en el Perú, que explotan al pueblo” (18/4/21). Y hasta: “No habrá importación de lo que el pueblo produce”. Un rosario de medidas tan perniciosas (en lo económico) como inconstitucionales, pero que por eso mismo deben haberle generado una excitación adolescente.

No solamente su disposición autoritaria, sin embargo, se hizo visible desde un principio. También las alarmas que advertían sobre su afición por los enjuagues pactados al amparo de la clandestinidad sonaron tempranamente. Las citas en el pasaje Sarratea con tanta gente hoy prófuga o detenida, y las licitaciones amañadas que comprometían a Petro-Perú y al Ministerio de Transportes y Comunicaciones (y que, gracias a las denuncias de la prensa, tuvieron que ser anuladas) funcionaron, en efecto, casi como el ‘play de honor’ de su dolosa gestión. Y de ahí en adelante, los escándalos que de alguna manera lo colocaban en el centro de una red criminal fueron pan de todos los días.

A todo ello habría que añadirle la incompetencia sin coartadas que empezó a estropear lo poco que funcionaba en el Estado Peruano desde antes de que jurase el primer Gabinete que el ahora exmandatario tuvo a bien infligirnos. En suma, una situación de deterioro administrativo y moral sin precedentes (en un país que ha conocido de estas situaciones) y exhibida con obscenidad.

Hubo, no obstante, un grupo de fulanos que decidió no enterarse. Un hato de simulacros de patriotas comprometidos con la “gobernabilidad” que le sirvió de comparsa al cabecilla de la organización ya descrita, y que no debemos olvidar nunca.


–Hermanos caradura–

Nos referimos, desde luego, a todos esos congresistas, ministros y líderes o lideresas políticas que miraron sistemáticamente para otro lado cuando se los confrontó con los hechos arriba señalados y se dedicaron a repetir los argumentos fariseos de quien les ofrecía ‘su alita’ en la distribución pícara del poder. Auténticos hermanos caradura que aseguraban que las acusaciones que todos teníamos a la vista eran producto de una conspiración de limeños aferrados a sus privilegios e incapaces de aceptar a un humilde provinciano en la presidencia. Algunos de ellos esperan ahora ocultos su turno de declarar ante la fiscalía y otros ensayan la tesis del chamico como justificación para el golpe de su jefe, pero todos forman parte de la misma canalla.

Vayan, pues, dedicadas a los miembros de esa morralla nuestras últimas palabras de este balance sobre el año y medio que vivimos en peligro. Y también nuestros más vivos deseos para el que les toca empezar a vivir a ellos.

Mario Ghibellini es periodista