(Alessandro Currarino/El Comercio)
(Alessandro Currarino/El Comercio)
Carlos Meléndez

El destape de los casos de corrupción a partir de la operación Lava Jato ha comprometido a casi toda la clase política peruana, sin discriminar su sello ideológico. Si a ello añadimos la crisis presidencial y el indulto a , existen razones para una masiva movilización social en contra del establishment político que ponga en duda su continuidad. Algunos expertos vaticinan la reproducción local del “Que se vayan todos”, una ola de protestas sociales espontáneas que enciendan la pradera cuando la indignación colme la paciencia ciudadana. En el Perú, empero, la indiferencia que consume cualquier expectativa de rebeldía nacional pareciera una fase superior de la desafección. No pedimos que los políticos se vayan, porque los ciudadanos decidimos –hace rato– irnos de la política. Nos fuimos todos.

El Perú fue un pionero en el mundo en vivir el colapso de su establishment político. Alberto Fujimori surgió en el verano de 1990 como ‘outsider’ por la decepción granjeada por la “partidocracia” tradicional, de izquierda y de derecha, ante la crisis generalizada de la década de 1980. Con su administración (1990-2000) también se inicia una serie de engaños a los mandatos populares. Fujimori se erigió como alternativa a las políticas de ajuste y las terminó ejecutando. Ollanta Humala (2011-2016) prometió la “gran transformación” del modelo económico y no le cambió ni un pelo. (2016-¿?), afortunado por el favor del voto antifujimorista, ha terminado estafando a sus electores al trocar su permanencia en el sillón presidencial por un indulto más que cuestionado. No juzgo si las decisiones de estos mandatarios fueron correctas o no, señalo la traición sistemática a las promesas de campaña.

La ‘traición a la peruana’ ha depreciado el valor de verdad de la palabra de los políticos. No hay decepción donde la fe se ha perdido. Por ello, hoy reina la indolencia, la desafección sin bronca. Por si fuera poco, existen factores estructurales que refuerzan la apatía. En una sociedad altamente informalizada, donde el ciudadano ha dejado de tener al Estado como referente y garante de su vida, la política ha perdido su sentido. Para colmo, quienes aún se sienten con responsabilidad de participar en los asuntos públicos reposan en vínculos políticos negativos. Los “antis” no forman parte de partidos, sino de movimientos sociales obsesionados con determinados rechazos. Quienes integran algún proyecto político son, en la práctica, una minoría. Nos queda el odio en algunos y la indiferencia en las mayorías.

La sociedad peruana es mayoritariamente impasible, con ciertos sectores como “antis” politizados y movilizados, y con partidarios (básicamente fujimoristas) como especie en extinción. Esta fórmula, que criollamente denominamos “calma chicha”, es paradójicamente la principal esperanza de estabilidad para los sobrevivientes ppkausas. Pero una sociedad donde la política se ha desvanecido (o solo se activa en base a animadversiones), simplemente ha fracasado como colectivo. Este es el legado que nos dejará Kuczynski, con independencia de cuánto dure su mandato.