Enrique Planas

No sé si es por la temporada navideña, o quizá sea la simple degeneración de lo ya degenerado. Hablo de manejar en Lima.

Ha venido a visitarnos una prima. Su viaje al ha sido largo. Años atrás, cuando crucé el charco para conocer el pueblo del abuelo, fue ella quien me llevó a descubrir los rincones más característicos. Solía quejarse de lo mal que se manejaba en sus calles viejas y empedradas. Yo le decía que debía venir al Perú para encontrar causas reales para lamentarse. Le contaba que en mi país la conducción es un delirio. Ella no me creía.

–No puede ser peor que aquí– porfiaba con testarudez catalana.

Las calles cargadas de tráfico nos han envuelto en estos días acompañándola a casas de familia, a paseos por el centro que terminan en restaurantes, a madrugadoras salidas al aeropuerto. Ella es mi copiloto. Y yo me siento extrañamente incómodo por eso. En la radio, se suceden a manera de bucle los comerciales de alarmas antirrobo. Escondo las noticias de violaciones, raptos y asesinatos bajo una cortina de música ligera. Frente a nosotros, un parabrisas lleva una pegatina que dice: “Este auto está protegido por una nueve milímetros”. Calles arriba, el tráfico se ha convertido en un juego de cerrar al otro, un zigzag embrutecido. He debido frenar en seco para no dar de lleno contra un repartidor motorizado que venía contra nosotros en su carrera insana. Dentro de mi auto inclinado se instala un silencio incómodo, producido por la vergüenza ajena. Vergüenza que se convierte en propia, una vergüenza a secas.

En el siguiente semáforo, un hombre ofrece bates de contundente madera.

–Aquí venden de todo. No sabía que fueran tan deportistas– comenta ella, sorprendida.

–Nos encanta jugar béisbol– miento.

En las tres semanas que duró su visita, mi prima adquirió algunos actos reflejos, manifestaciones de un síndrome postraumático. Basta que un bus tocara su ronca bocina para que ella pegara un salto que luego, algo confundida, intentaba explicar. Yo le decía que no era necesario. Su viaje al Perú había sido un ritual de , un recorrido iniciático, un conjunto de experiencias que, a golpe de frenadas y bocinazos, marcan la transición de un estado a otro en la vida. Yo he sido el torpe anfitrión que intentaba esconder todo lo malo que hay en casa para intentar que su experiencia turística resultara más amable. La viajera, en cambio, fue descubriendo profundos contrastes. Saber para qué sirve un bate de béisbol en el tráfico limeño es dejar parte de la ingenuidad del nacido en un país desarrollado.

–Ya no me quejaré de cómo manejan en el pueblo– afirmó antes de despedirse.

Momentos antes de pasar Migraciones, nos regalamos un abrazo. Ambos lloramos. Sospecho que por razones diferentes.

Enrique Planas es redactor de Luces y TV+