Maximizando las pérdidas, por Carlos Adrianzén
Maximizando las pérdidas, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

No pocas veces, cuando ponderamos un evento espinoso y complejo, el peor consejero puede ser nuestra ignorancia. Aun cuando intuyamos que seremos nosotros mismos los que pagaremos las facturas. La liquidación de la empresa Doe Run Perú –decidida por unanimidad por sus acreedores– apunta en esa dirección.

Aquí, lo primero a considerar son los antecedentes. Doe Run es una firma privada que asume la propiedad de un complejo minero-industrial que incluye una refinería en el área de La Oroya. Un complejo que por décadas fue administrado por la burocracia dorada peruana y que, conviene recordar, nos costó cientos de millones de dólares en pérdidas financieras, un abultado pasivo ambiental y la virtual descapitalización de una empresa estatizada en los aciagos días de la dictadura velasquista. 

Todo esto se tapó con la privatización… y en ello se tuvo relativo éxito. Quien la compró asumió como responsabilidades modernizar y recapitalizar el complejo minero, asumir como propios los escandalosos pasivos ambientales de la empresa estatal que la regentó  previamente (Centromín Perú), así como adecuarse a las reglas ambientales, laborales, tributarias y de cualquier otro plano vigentes en el proceso de privatización.

Aunque ahora tengan otro tono, Doe Run aceptó estos compromisos. Tal vez –diría un malpensado– aconsejado equivocadamente por sus asesores respecto a la maleabilidad de las reglas peruanas en el tiempo.

Lo concreto aquí es que Doe Run, el 1 de setiembre de 1998, se hizo de Centromín y de todo lo registrado en los acuerdos.

Para los fines de estas líneas, resulta irrelevante cuánta plata hizo esa empresa privada en este tiempo, o si sus resultados fueron o no sensibles a la evolución de la economía global. Lo importante es si cumplió o no con los compromisos asumidos. También preguntarnos por qué nuestra burocracia toleró recurrentemente los incumplimientos medioambientales y conexos.

Hoy Doe Run parece estar muy interesada en hacerle honor a la segunda parte de su nombre. Y como todo mal negocio, ha quebrado, por lo que sus acreedores han acordado su liquidación. Esto debería haber acabado así hace mucho tiempo. 
Coincido con Federico Salazar en que es una pésima señal que la primera iniciativa del nuevo gobierno sea una ley que autoriza ampliar el plazo de liquidación de la empresa de dos a cuatro años. Le podrá chocar, estimado lector, pero las quiebras rápidas son algo triste pero positivo. Los recursos se reasignan y las pérdidas económicas y sociales se minimizan. 

Alargar los procesos de quiebra siempre implica beneficiar a alguien a costa de todos los demás. Podrán usar a la gente del entorno (los pobladores de la agonizante ciudad de La Oroya) como pretexto para regalarle plata a privados, pero maquillar a un muerto nunca ha funcionado por más que los interesados nos cuenten mil historias. 

La Oroya no tiene por qué tener futuro en base a una firma que no puede rentabilizar su modernización ni cumplir con los compromisos acordados. Harían mal el Ejecutivo y el Legislativo en ceder a lo popular. Si de verdad les preocupa la población de La Oroya, para eso están los subsidios directos. 

La liquidación es un proceso privado. La intervención estatal es errónea y, para algunos, hasta sospechosa.