Ricardo Uceda

Tres resoluciones judiciales en la investigación al expresidente llevan a reflexiones desalentadoras sobre los procesos por lavado de activos en el Perú. Las imputaciones se derivan de asesorías financieras que brindó a diversas obras, la mayoría relacionadas con Odebrecht, antes y después de que ejerciera prominentes cargos públicos, desde donde, según la imputación, habría direccionado proyectos a compañías a él vinculadas. Fue ministro de Economía y Finanzas, presidente de Pro Inversión y primer ministro. El fiscal lo considera líder de una organización criminal de varias empresas y cuatro personas −él, un exsocio chileno, su secretaria y su chofer−, que se dedicó a blanquear dinero procedente de contrataciones públicas supuestamente dolosas entre el 2001 y el 2015. Las investigaciones están por cumplir seis años. No es posible saber cuándo se producirá un juicio oral, por defectos atribuibles al Ministerio Público. Lo que va quedando claro es que el imputado fue víctima de abusos inaceptables en un Estado de derecho.

El pasado 22 de mayo, el juez Jorge Chávez Tamariz anuló la acusación penal que pedía 35 años de cárcel. Encontró violación del debido proceso. Fue consecuencia de una tutela de derechos planteada por tres imputados ante la abrupta decisión del fiscal de dar por concluida la investigación preparatoria. Solo un día antes les había sido notificado un informe pericial-contable respecto del cual no pudieron hacer alguna observación. Este tipo de dictámenes son esenciales en un caso de lavado de activos, sobre todo en uno complejo como el que afronta PPK, con hasta siete empresas involucradas, y con flujos presumiblemente ilícitos que se movieron de aquí para allá durante muchos años. Tampoco se habían tomado tres declaraciones testimoniales que favorecían su descargo y que estaban programadas por la fiscalía. En el auto, Chávez Tamariz desestimó las alegaciones de José Domingo Pérez, para quien a PPK no le alcanzaban los derechos invocados, como el de reclamar una tutela en cualquier momento del proceso.

Para el juez, esa es una visión restringida de las garantías del sistema. Concluyó que hubo afectación del derecho a la defensa, que implica capacidad de obtener información para contradecir. Con el tiempo, el juez parece haber ganado criterio, porque tres años antes, el 19 de abril del 2019, resolvió enviar al expresidente a una cárcel común −pese a sus enfermedades, a sus 81 años de entonces y a la pandemia− para que cumpliera prisión preventiva. Dos días antes, Alan García se había suicidado, cuando lo apercibían de una detención preliminar. En esas circunstancias, una sala de apelaciones, considerando que la vida de PPK peligraba, le impuso una detención domiciliaria que concluyó en abril del 2022, luego de 36 meses de privación de su libertad. Pero la disposición vino acompañada por otras medidas improcedentes. Estaba impedido de declarar a la prensa y de tener cualquier tipo de reunión social en su casa. No podía hacer ninguna actividad política. No debía comunicarse con su secretaria ni con su chofer, sus coimputados, aun luego de que ambos hubieran rendido su manifestación y ya no existiera peligro de que su jefe los influyera.

Las limitaciones afectaron derechos humanos cuyo ejercicio no perjudicaba en modo alguno la actividad investigativa de la fiscalía. Un tribunal superior, al considerar una apelación, confirmó las prohibiciones sin mayor razonamiento sobre su legalidad. La Corte Suprema las anuló en setiembre del 2022, tres años y tres meses después de haber sido decretadas. Dijo que toda restricción al ejercicio de un derecho, sobre todo si es de jerarquía constitucional, debe estar fundamentada por ley expresa, algo que brillaba por su ausencia en el caso concreto. PPK no debió tener impedimento para declarar a la prensa o pronunciarse políticamente desde su domicilio. En cuanto a la incomunicación con los coimputados, incluyendo a su exsocio Gerardo Sepúlveda, tampoco estaba justificada, sostuvo la sentencia suprema. Aunque amparada por ley en la etapa de investigación preparatoria, no tenía sentido en las fases siguientes. La secretaria de Kuczynski, Gloria Kisic, y su chofer, José Luis Bernaola, no pudieron asistirlo durante la etapa en que vivió solo en su casa de San Isidro, durante la detención domiciliaria.

La más reciente resolución judicial que desnudó atropellos fue un pronunciamiento de la Tercera Sala Constitucional de la Corte Suprema. Apoyó una acción de amparo contra el embargo de dos casas de la familia Kuczynski, cuya posesión está en manos del Programa Nacional de Bienes Incautados del Ministerio de Justicia, Pronabi. Lo primero que hizo PPK luego de que la Sala Constitucional le devolviera la libertad de expresión fue denunciar que el Pronabi había permitido que un inmueble, ubicado en Cieneguilla, fuera saqueado y destruido por completo. Unos diplomáticos que eran inquilinos de la segunda casa, un chalet de dos plantas en San Isidro, fueron echados de madrugada cuando se ejecutó la decisión judicial. Ambos inmuebles le pertenecen a Suzanne, de 25 años, la hija menor de PPK, quien los recibió como anticipo de herencia en el 2015, dos años antes de que se iniciara la investigación. Fueron adquiridos entre el 2002 y el 2004, con recursos perfectamente rastreables, cuando aún no había ningún depósito sospechoso. Aun cuando la fiscalía adujo que faltaba un peritaje para resolver al respecto, la Corte Suprema encontró incoherencias, contradicciones y negligencia en el comportamiento del Ministerio Público, anuló la resolución que rechazó el cambio de régimen y ordenó que otro juez −ya no Chávez Tamariz− se pronunciara nuevamente.

Habría para escribir otro relato sobre los abusos cometidos contra el señor Bernaola, que solo llevaba y traía cosas, y la señora Kisic, quien tuvo una cuenta bancaria con PPK para realizar pagos domésticos encargados por este, frecuentemente desde otro país. No debería sorprender que en el control de acusación ambos queden excluidos del proceso, con lo que abortaría el cargo por organización criminal, que necesita a tres personas (por eso el fiscal incluyó al chofer y a la secretaria). Y entonces quedarían PPK y Sepúlveda afrontando acusaciones por lavado de activos, un supuesto más razonable, aunque hay que tener presente que hasta el momento el fiscal ha presentado un peritaje que versa sobre la ruta del dinero −algo que se sabía desde el comienzo− y no sobre su origen ilícito. Esto último es lo que realmente importa. Es el meollo del caso y el reto más difícil del Ministerio Público.

Difícil porque no cualquier pago que realizó Odebrecht tuvo origen ilícito. ¿Todos sus abogados y sus contratistas fueron también lavadores? ¿Eran ilegales los pagos que recibió Westfield Capital, una de las empresas vinculadas a Kuczynski, por servicios efectivamente prestados? Hasta donde se ha visto, no; porque el peritaje de la fiscalía no lo demuestra. Está claro que PPK se metió en un laberinto de conflicto de intereses, al punto que la situación tiene visos de ilegalidad y es pertinente una investigación. Pero el Ministerio Público no lo imputó por tráfico de influencias, donde tenía mejor terreno para pelear, sino por lavado de activos, cuya probanza requiere evidencias especialísimas. Es un delito propicio para la resonancia de las denuncias y el encumbramiento de los acusadores, pero arduo para obtener condenas, según demuestran los resultados. En la cuesta empinada pueden emplearse malas artes, como ocurrió con PPK. No es el único caso, ni mucho menos. El de Andahuasi es otro cuya historia merece ser contada. La reflexión pertinente es que los excesos de este tipo desprestigian la necesaria persecución del dinero sucio que proviene del crimen.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Ricardo Uceda es periodista