Editorial El Comercio

La mecha prendió en el pasado 16 de setiembre y se ha mantenido ardiendo en las últimas dos semanas, a pesar de los esfuerzos del régimen de los ayatolas por sofocarla. Ese día la policía de la moral de la teocracia –encargada de velar por el buen cumplimiento de las normas islámicas– detuvo a la joven de 22 años en Teherán por llevar el velo islámico mal colocado y dejar al descubierto una parte de su cabello. Ingresó a la comisaría de pie y salió de ella en coma, camino a un hospital al que ingresó ya fallecida. Su muerte –que tiene todo el hedor de un asesinato– ha despertado en el país asiático y en muchos otros fuera de él.

Decimos ‘valientes’ porque, en efecto, hace falta mucha valentía para salir a protestar en un país que se ha caracterizado por liquidar cualquier gesto de disidencia interna. En Irán, como ocurre en otros regímenes en los que la potestad de contestar al poder ha sido secuestrada, como Venezuela, Nicaragua o Cuba, salir a marchar expresando tu disconformidad con los gobernantes es un acto en el que uno se juega paso a paso la libertad, la salud y, en no pocas ocasiones, la vida misma.

Por supuesto, estas protestas no han sido la excepción. Este martes la Oficina de la ONU para los Derechos Humanos ha denunciado que las fuerzas del orden del país persa para acallar las movilizaciones. En los días anteriores, medios de comunicación internacionales y algunas ONG como Amnistía Internacional también habían puesto sobre el tapete el uso de perdigones, balines de acero y bombas lacrimógenas contra los manifestantes.

Pero los esfuerzos del régimen no se concentran solo en la represión de los ciudadanos movilizados en las calles, sino también en los intentos por restringir el flujo informativo. Diversos medios vienen dando cuenta de que el acceso a Internet y a servicios de mensajería como WhatsApp en el país asiático ha sido afectado y, según la ONU, al menos 20 periodistas han sido detenidos desde el inicio de las manifestaciones.

Por todo lo anterior, resulta difícil conocer la cifra exacta de fallecidos y detenidos en las últimas dos semanas. Las autoridades iraníes, por ejemplo, han admitido la muerte de 41 personas, mientras que otros cálculos, como el de la ONG Iran Human Rights, cifran los fallecidos en 76. En cuanto a los detenidos, la ONU habla de .

A estas alturas, queda claro que las protestas que comenzaron por la aciaga muerte de la joven Amini ya la excedieron largamente. Lo que denuncian las mareas de jóvenes iraníes a lo largo y ancho de su país, aun a riesgo de perder la vida, es un sistema desfasado que durante cuatro décadas ha capturado la libertad de sus ciudadanos y principalmente la de las mujeres, empapeladas con un sinnúmero de obligaciones y prohibiciones con las que muchas, sencillamente, no congenian. Como bien sostuvo hace poco el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, lo que existe en Irán es una “persecución sistemática de las mujeres”. Ni más ni menos.

No ignoramos que el régimen iraní que se estableció tras la revolución de 1979 tiene particularidades que lo hacen prácticamente único en el mundo. Tampoco se trata de demonizar al islam ni a quienes creen que sus preceptos son correctos. De lo que se trata aquí es de sostener que ni el islam, ni ninguna otra religión, puede servir para justificar la restricción de las libertades de las mujeres y que, cuando eso ocurre, es una obligación de los demás países presionar para que dicha situación se revierta.

Quizá el coraje de las jóvenes (y los jóvenes que las acompañan y las defienden durante las protestas) iraníes no sea suficiente para echar por tierra un sistema que –bajo pretextos confesionales– las ha violentado durante décadas, pero sí para rasgar el velo de opacidad con el que el régimen iraní ha intentado cubrirlas para que permanezcan calladas durante tanto tiempo.

Editorial de El Comercio