Martín Vizcarra
Martín Vizcarra
Fernando Rospigliosi

La coalición que ha apoyado entusiastamente al presidente desde julio del año pasado empieza a resquebrajarse. Algunos de sus más entusiastas defensores se están decepcionando porque Vizcarra ha frenado sus ímpetus antifujimoristas, más precisamente antikeikistas, y está en una postura menos agresiva. No basta haberlos vapuleado y aplastado, hay que destruirlos completamente, parece ser el llamado que le hacen.

Le reprochan a Vizcarra también no estar interesado en la reforma política propuesta por la comisión presidida por Fernando Tuesta. En realidad, desde el principio se notó que a Vizcarra no le gustaba. Primero la encarpetó –a diferencia de la reforma judicial que hizo pública de inmediato– por varios días y tendió un manto de silencio sobre ella. Después, envió al flamante presidente del Consejo de Ministros, , a presentarla con Tuesta, a diferencia de la judicial que él mismo explicó y llevó personalmente al Congreso demandando su perentoria aprobación.

Y luego, el puntillazo final: dijo que debería discutirse con todo el país antes de tomar una decisión. O sea, hasta las calendas griegas. El asunto es que probablemente el presidente ha visto que no le conviene impulsar la reforma política porque no es atractiva para el público (la bicameralidad, entre otras cosas), porque afectaría su popularidad o porque no le conviene a sus planes futuros. Vizcarra carece de convicciones fuertes y se guía por un pragmático sentido de la oportunidad, de lo que le interesa en términos inmediatos. Todas las bobadas que han dicho sus seguidores sobre, por ejemplo, su profundo compromiso con la lucha anticorrupción, son ilusiones fútiles. Él ha usado la indignación contra la corrupción en función de sus intereses políticos inmediatos, para aumentar su popularidad y aplastar a sus adversarios, no porque esté seriamente interesado en eso, sino, entre otras cosas, porque hay ropa tendida en su patio.

Otro de sus problemas es el conflicto de . Algunos de sus partidarios hubieran deseado una actitud más firme y enérgica o, por lo menos, más proactiva, desde el principio del evento. De ninguna manera esperar más de 50 días para hacer algunos tímidos, desordenados y fracasados intentos. Otros, los que han hecho un negocio político –y a veces también económico– alentando los conflictos mineros y de todo tipo, que también han sido entusiastas vizcarristas, están a favor de los reclamantes, siempre. Esa es su base política, no solo entre los directos participantes de la protesta, sino entre los muchos que no están interviniendo pero que simpatizan con ellos. El presidente Vizcarra no puede contentar a los dos bandos, aunque ahora está enrumbado a quedar mal con ambos.

En otro ámbito, al incorporar a ministros congresistas como Vicente Zeballos y, más recientemente, Carlos Bruce, el presidente ha atraído a un sector de parlamentarios pero al mismo tiempo ha enfurecido a otro que durante largos meses vaciló entre apoyarlo o criticarlo, pero que ahora, al ser marginado de las mieles del poder y ver a sus ex colegas de bancada disfrutar de ellas, están volviéndose cada vez más radicales opositores.

Tiene razón Bruce cuando dice –respondiendo a sus ex compañeros– que él no tiene una acusación fiscal y que hasta ahora solo hay dichos en su contra. Pero también es cierto que, como ha señalado El Comercio , “cuando los ahora ex ministros Salvador Heresi (Justicia) y Patricia Balbuena (Cultura) tuvieron que lidiar con situaciones que perturbaban políticamente sus gestiones –pero no constituían materias por las que ellos mismos pudieran ser investigados o encausados–, la vocación del Ejecutivo por curarse en salud se manifestó de inmediato. […] Como es obvio, no se ha procedido ahora con el mismo prurito de asepsia” (28.3.19). Es claro que el presidente Vizcarra no mide con la misma vara anticorrupción ni a sus amigos ni a sus adversarios, sino que la utiliza según sus particulares intereses.

También en lo que queda del keikismo el desbarajuste sigue. Algunos, al parecer la mayoría, reconocen su derrota y se muestran cada vez más conciliadores con el gobierno y parecen dispuestos a allanarse a cualquier demanda del presidente. Pero unos pocos conservan su antigua beligerancia, reminiscencia de tiempos mejores, y siguen atacando sin tregua al presidente, a pesar de que sus propios compañeros(as) les advierten que están desfasados. Pero al final, se impone, por necesidad, el sometimiento a los dictados del gobierno.

Así las cosas, Salvador del Solar llega prematuramente desgastado a su presentación ante el Congreso el jueves 4 de abril, en parte por problemas heredados –pero que él asumió conociéndolos– y en parte por sus propios errores, que han desencantado a los que creían que tenía las cualidades de liderazgo de las que carece el presidente.