Un vicioso de otro tiempo
, por Renato Cisneros
Un vicioso de otro tiempo
, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Primero fue Charmander, el lagarto anaranjado. Lo encontré sobre el sillón de mi sala, lo enfoqué con el celular y lo atrapé en dos intentos antes de enjaularlo en el Pokédex. Nada mal para un cazador de pocket monsters debutante. Antes tuve que registrarme en el sistema y elegir un alias de batalla. Me bauticé “Chehade”: me pareció un nickname pertinente ya que iba a ejercitarme en el arte de ver monstruos por todos lados.

Cuando minutos más tarde salí de casa en busca de Pokeparadas –lugares donde abastecerte de munición: monumentos, iglesias, restaurantes, parques– y comenzaron los problemas. Primero, el calor. Con 33 grados centígrados pegándote en la nuca y el sudor empañándote los lentes es muy difícil concentrarse y distinguir a estos engendros animados que “viven” entre el mundo real y la pantalla del smartphone.

A pesar de los contratiempos, pronto caería Zubat, el raquítico murciélago azul. Lo vi aleteando en el techo de una ambulancia y le lancé la pokeball como pude. No debí hacerlo tan mal porque de inmediato ascendí al segundo nivel. Quise acercarme entonces a un Gimnasio –estructuras donde perfeccionar la técnica–, pero no tenía créditos suficientes. Ya en el bus, sobre las piernas bronceadas de una rubia distraída, pesqué a Cubone, una rata con máscara de hueso, y luego, entre el gentío de la Plaza Callao, cacé un Horsea, el introvertido caballito de mar.

Me venía sintiendo ducho en la materia cuando, súbitamente, fui cercado por dos Ekans, las culebras moradas venenosas. Entre ellas, un pelado fumaba nervioso sin percatarse de que obstaculizaba mi persecución virtual. No fue sencillo reducir a esos reptiles porque, al levantar el celular con movimientos de primerizo, el pelado creyó que quería tomarle una foto y se ofendió. Preferí aguantar sus reprimendas antes que explicarle que estaba iniciándome en el Pokémon Go aquí en Madrid.

En cada lugar al que llega, la aplicación de “realidad aumentada” diseñada por Nintendo y Niantic es un éxito demoledor. En pocos días tiene más devotos que Twitter, Tinder y Candy Crush. Sin duda, lo mismo pasará cuando llegue al Perú. Y es posible que allí se repitan los incidentes que vienen reportándose en los países donde ya funciona la app: caídas, choques, atropellos, asaltos, todo por culpa del bovino estado de distracción de usuarios de todas las generaciones, algunos de los cuales incluso se pelean en la vía pública por ver quién atrapa primero a un muñeco con su aparato. Hace poco un chico de once años me contó que, caminando por Nueva York, otro competidor le “robó” el animalejo que tenía en la mira. Levantó la cabeza para verle la cara a su adversario y se encontró con ¡un policía de tránsito!

Eso por no mencionar la histeria en que caen muchos adictos cuando, por saturación de la red, el juego presenta defectos y nada en el planeta parece más importante que darles veloz solución. El día del lanzamiento de Pokémon Go fue también el de los casi 300 muertos en Turquía, pero ni eso –ni el duelo mundial por la matanza en Niza, ocurrida en la víspera– inhibió a millones de “cazadores” de usar las redes sociales para quejarse por el “colgado”. En un chiquillo eso es frivolidad o idiotez; en un adulto es decadencia.

A mí la novelería me duró solo 72 horas. Al final, las rápidas evoluciones del juego (o mi falta de reflejos) redujeron el vértigo inicial y, como noté que mi pun- taje se resentía miserablemente y mi batería no me duraba un carajo, abdiqué antes de morir. Sentí que aquello era como coleccionar figuritas de álbum, tirar “pega mostros” contra la ventana, asistir a la multiplicación de los Gremlins, eliminar aliens de Space Invaders y dispararles a los patos de Duck Hunt, solo que todo al mismo tiempo. Demasiados estímulos juntos para un vicioso de otra época, una anterior al advenimiento del amorfo Pikachu, cuando la frontera entre calle y consola estaba claramente delimitada y no había ningún riesgo, por ejemplo, de encontrarte con Godzilla en el malecón.

Esta columna fue publicada el 23 de julio del 2016 en la revista Somos.