El viaje del bastón, por Renato Cisneros
El viaje del bastón, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

En 1979, mi padre, el general Cisneros, el ‘Gaucho’, pasó unos días por Buenos Aires en su calidad de jefe del Estado Mayor del Ejército Peruano. En realidad, regresaba a una ciudad que había sido suya durante más de 20 años. Nació cerca de la calle Florida; se formó como cadete en la escuela de El Palomar; y conoció en Villa Devoto a Beatriz, su primera novia, con la que estuvo a punto de casarse.

Aquel 79 llegó a la capital para participar de una serie de actividades castrenses y fue recibido por sus viejos amigos de juventud, los generales Galtieri, Viola, Videla, Bussi, Camps, quienes se harían famosos por sus prácticas genocidas en el marco de la dictadura. Mi padre estuvo con ellos en el Casino Militar, el Hipódromo de Palermo, la Escuela de los Granaderos y en un sinfín de reuniones donde recibió condecoraciones, pistolas, cigarreras, platos recordatorios, entre otros obsequios.

En un alto de su agenda, buscó la manera de comunicarse con Beatriz. Después de décadas alejados, necesitaba verla. Y lo consiguió. El reencuentro desencadenó –más en él que en ella, pero también en ella– una oleada de nostalgia por el viejo romance truncado. Beatriz había enviudado hacía poco y recibió a mi padre en su casa, junto a su hija Gabriela. Luego compartieron un almuerzo, una cena, un show de Susana Rinaldi y se tomaron varias fotos, en cuyo dorso mi padre escribiría unas dedicatorias románticas, como si estuvieran no en 1979 sino en 1947, el año en que se separaron.

La última noche, antes de volver a Lima, a su vida habitual, a su matrimonio con mi madre, a la convivencia con nosotros, sus hijos menores, mi padre fue a despedirse de Beatriz y le regaló su bastón de mando de general de división, un objeto que simboliza la mística y jerarquía castrenses, del que un militar no se desprendería jamás salvo que encontrara un motivo digno de tal gesto.

Muchos años más tarde, el 2013, cuando viajé a Argentina para investigar el pasado de mi padre, obsesionado con escribir una novela inspirada en él, me enteré de que Beatriz acababa de morir y me puse en contacto con su hija Gabriela. Después de una sucesión de azares, nos juntamos y ella me contó los pormenores de la historia del bastón y hasta me dejó verlo y manipularlo. Quise pedírselo pero no me atreví, sentí que era una reliquia que no me pertenecía; sin embargo, al volver a Lima, recibí un correo suyo diciéndome que el bastón debía quedarse conmigo. “No dudes en pedírmelo cuando vuelvas a Buenos Aires”, me escribió.

Por meses he esperado que ese día llegara. El sábado pasado, en un restaurante de Puerto Madero, rodeados de amigos, Gabriela volvió a contar cómo el bastón del ‘Gaucho’ llegó a manos de Beatriz y coronó su relato entregándomelo, en medio de unos abrazos que quizá eran la extensión fraternal de los sentimientos que nuestros padres pusieron en marcha más de medio siglo atrás.

Lo que me importa, claro, no es la varilla de madera en sí misma, sino el viaje circular del que ha sido protagonista y los muchos significados que ha ido adquiriendo en todos estos años al pasar por tantas manos, decorar tantos rincones, llamando la atención de gente que seguramente se preguntó muchas veces de dónde habría salido ese bastón que en su empuñadora dorada luce el escudo del Perú.

Lo miro ahora con emoción y también con extrañeza, porque aunque está en mi poder, no me pertenece. Sin su dueño ni su destinataria originales, es un objeto extraviado en el mundo, pero a la vez poderoso, como un talismán capaz de imponerse a la muerte y resucitar fragmentos del pasado inconcluso.

Esta columna fue publicada el 3 de setiembre del 2016 en la revista Somos.