Sin salirse del cuadro, por Renato Cisneros
Sin salirse del cuadro, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

El domingo pasado, los padres de mi esposa nos invitaron a ver la comentada muestra de El Bosco en el Museo del Prado. “Es la exposición más completa que se ha hecho de su obra en España”, dijeron al unísono, mostrándonos las entradas para esa misma tarde. Ya les estaba agradeciendo la gentileza cuando, al revisar la información consignada en los boletos, reparé en que la incursión museográfica estaba programada a la misma hora del lanzamiento del flash de la segunda vuelta. Se lo murmuré a mi esposa, que me devolvió una mirada disuasiva como diciendo: “Bah, las elecciones no son tan importantes, ¿o sí?”.

Como no quería desairar a mis suegros, que nos visitaban en Madrid, ni propiciar un clima de tensión familiar, ni ciertamente perder la ocasión de apreciar gratuitamente el magnífico legado del pintor holandés, asentí pensando: “Es cierto, da lo mismo; además, los porcentajes del conteo rápido recién se conocerán por la noche”.

Nos fuimos entonces a dar entretenidas vueltas por la ciudad y, poco a poco, entre las sinuosas callecitas empedradas, los pintorescos balcones de los edificios, la oferta botánica de los parques, los vinos riojanos que bebíamos al paso y los selfies que subíamos a Instagram, la presidencia del Perú se me antojó como la última de las preocupaciones terrestres.

Horas después, sin embargo, mientras ingresábamos a la sala del museo donde se han dispuestos los famosos cuadros, los inéditos grabados y los sagrados trípticos de El Bosco, al notar en mi reloj que se aproximaba el momento del flash, sentí unas desesperantes ganas de huir de allí para conectarme por Internet a la señal de cualquier medio peruano y seguir –cerveza en mano– los pormenores de la jornada electoral.

La femenina voz de la audioguía iba revelando detalles biográficos del artista (como que eligió su seudónimo en honor a su ciudad natal, Den Bosch), pero yo mentalmente andaba tan lejos de allí que por un instante deseé que esa misma voz me informara de cuántos chicharrones había constado el copioso desayuno de Keiko y PPK.

A riesgo de pasar por ignorante, urgido por acabar pronto el recorrido y meterme de cabeza en el ‘boca de urna’, comencé a pasar de largo cuadros que otros visitantes (mis suegros, entre ellos) contemplaban, mínimo, durante 15 minutos, a la vez que tomaban apuntes, cotejaban puntos de vista, libraban debates estéticos acerca del tema, la técnica, la perspectiva.

Justo cuando ya empezaba a claudicar, a punto de abandonar la causa culturosa en nombre de la democracia y la libertad, llegué a la esquina donde se levanta el tríptico más colosal de El Bosco, El jardín de las delicias, y quedé noqueado. El pintor Miquel Barceló ha dicho de esa ambiciosa pintura: “es como un gran día de fiebre”, y la escritora Nélida Peñón ha sentenciado: “para poder explicarla hay que inventar nuevas palabras”.

En El Jardín convivían el Paraíso y el Infierno; la pasión, la desnudez, el placer, los sueños; el caos, la corrupción, la destrucción, el miedo. Me di cuenta de que también allí estaba sugerido el flash que tanto venía demandando. Sí, era cuestión de mirar bien entre esa generosa fauna de criaturas enigmáticas y monstruosas para encontrar personajes émulos de nuestra política (desde los candidatos hasta sus votantes, pasando por los líderes novatos, los muertos vivientes y las rémoras cibernéticas) y poder vislumbrar su futuro comportamiento.

Como si fuese un oráculo capaz de predecirlo todo, el gran óleo de El Bosco me incitó a pensar que en nuestra elección esta vez solo habría triunfadores efímeros y una muchedumbre hermanada en la agonía. Dicho y hecho, así fue. Así viene siendo. Así será siempre.

Esta columna fue publicada el 11 de junio del 2016 en la revista Somos.