"Salarios y funcionarios", por Carlos Adrianzén
"Salarios y funcionarios", por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

CARLOS ADRIANZÉN

Decano de la Facultad de Economía de la UPC

El tema de los salarios de los funcionarios públicos en nuestro país es uno particularmente relevante y espinoso. Es relevante por una poderosa razón: aunque no resulte popular reconocerlo, no importa tanto a quién elegimos, sino más bien quiénes lo rodean. Por ejemplo, si elegimos a un personaje de primera y lo rodeamos de colaboradores de segunda (por trayectoria o calificación)... tendremos un gobernante de quinta. Si, en cambio, elegimos a alguien empático, pero de segunda (por trayectoria o calificación), y lo rodeamos de colaboradores de primera, entonces tendremos un gobernante de primera. 

Nuestra accidentada historia política y económica contrasta implacablemente esta observación. Aunque es cierto que no pocas veces hemos elegido o tolerado personajes de quinta, estos han estado repotenciados –en su ineptitud y corrupción– por colaboradores de quinta. De hecho, el marcado retroceso económico e institucional registrado entre los sesenta y ochenta refleja gobiernos donde la lucidez cedió a la obediencia frente a una clase política repleta de ideas fracasadas. 

Frases en boga por aquellos años –como la que sostenía que los colaboradores o asesores se compran en cada esquina– denotan una chatura sugestiva. Reflexionemos: el personal honesto y capacitado es usualmente escaso. Léase: no es barato. En cambio, personajes con una trayectoria sinuosa y calificaciones poco apetecidas resultan tan abundantes como optimistas y zalameros, al menos frente a quien detenta el poder de turno.

Esta realidad hace también que el tema goce de una discusión espinosa. Que combine –en forma acomodaticia y no siempre muy clara– planos económicos, administrativos e ideológicos. Reenfoquemos: bajo una perspectiva transparente, las remuneraciones a un servidor público deberían reflejar el costo de oportunidad de su tiempo. Es decir, su productividad (registrada en su historia salarial), sus calificaciones y las complicaciones del puesto. No deberían existir calificaciones al puesto o tablas homologadas de salarios (que premian a los menos calificados y capaces y deterioran la calidad de las planillas).

Pero existen otras perspectivas. Está, por ejemplo, la visión idealizada del empleado estatal: el burócrata casi divino. Ese que declara que su puesto es una suerte de apostolado estratégico. Apostolado porque vocifera que no le interesa ni el dinero ni el sueldo (tal vez debido a su escasa productividad privada) y estratégico porque de ser un puesto de valor táctico, él se aseguraría una estabilidad laboral absoluta. 

Sin embargo, no existe nada parecido a esto. Nadie debe entrar al servicio público para enriquecerse a como dé lugar –ganar más que su costo de oportunidad– ni para empobrecerse ni menos para atornillarse. Esto, a menos que el monto del sueldo no le quitase el sueño, pero otros ingresos monetarios no salariales sí le interesasen.

Recientemente el gobierno de Ollanta Humala ha planteado una nueva escala salarial para altos funcionarios. Solo infla las homologaciones existentes. Se declara que lo que se busca es atraer servidores capaces y honestos (que no estarían ingresando a los sueldos actuales). No se reconoce que posiblemente –con los bajos salarios actuales– la planilla esté ya colmada de individuos de coste de oportunidad menor. Individuos que estarán encantados de recibir más plata por el mismo trabajo. Por esto, urge quebrar homologaciones y remunerar según las respectivas historias salariales y calificaciones individuales, así como a las contraindicaciones del puesto.